Se cierra un año
de buen cine, un año en que directores consagrados como Wong Kar-wai, Jim Jarmush,
Richard Linklater, Wes Anderson, Jean-Pierre y Luc Dardenne,
Alexander Payne o Nuri Bilge Ceylan convivieron con
potentes y prometedores directores noveles como James Ward Byrkit, Benedikt
Erlingsson, Diederik Ebbinge, Carlos Vermut o Jan Ole Gerster. Un año en que las
lágrimas por la jubilación de un maestro como Hayao Miyazaki se secaron a golpe de viento y vuelos de aviones de
diseño, y en el que el imaginario de sueños que es el Studio Ghibli demostró quedar en buenas manos. Un año en que se
consolidó la brecha entre cine-espectáculo y cine-arte, pero que Xavier Dolan ha sabido combinar de
manera explosiva en la catarsis que es Mommy. Un año en que los dos
directores más admirados por la nueva cinefagia, Christopher Nolan y David
Fincher, demostraron, una vez más, estar más cerca del artefacto que de la
reflexión.
Un año que nos deja
muchas conclusiones a nivel cinematográfico, pero que tres merecen una atención
especial: El retrato de las dificultad del paso de la juventud a la madurez en
el mundo contemporáneo, la consolidación de un cine de ciencia ficción de bajo
presupuesto y el triunfo de formatos poco convencionales.
1. El cine como reflexión de una juventud perdida
El cine es reflejo
de la sociedad contemporánea, inevitablemente. A este respecto, lleva tiempo
tratando el tema de la desorientación en el paso de la juventud a la madurez, propiciada
por la falta de empleo, la desmotivación o la pérdida de valores de la sociedad
en su conjunto. Por definición, se sitúa el fin de la juventud en torno a los
28-30 años, edad hasta la que se pueden justificar ciertas decisiones y hasta
la que existe una comprensión paternalista de los errores pero que, a partir de
ahí, a uno se le juzga de distinta manera. El problema viene cuando, en la
sociedad actual, las referencias hacia atrás y hacia delante son contradictorias.
Vivimos en una sociedad viciada que no hemos creado, pero que se espera que
solucionemos, perdidos en un oasis capitalista en el que es más importante cómo
te ve la sociedad a estar a gusto con uno mismo. Una sociedad que tiene puestas
las esperanzas en los nuevos adultos, lo que supone una presión añadida para
una juventud no preparada emocionalmente y con elevado miedo al fracaso.
Varias películas
tratan este tema de manera brillante, pero cabría destacar tres que dialogan de
manera prodigiosa entre si: Oslo, 31 de Agosto (Joachim
Trier), Oh Boy! (Jan Ole Gerster) y Frances
Ha (Noah Baumbach).
Las tres películas
sitúan a sus protagonistas en la época de la vida en la que se adquieren nuevas
responsabilidades, después de un largo período de formación académica y
emocional. Oh Boy! y Oslo... optan por narrar lo que pasa en
un día, escogido al azar aparentemente en el caso de la alemana y
estratégicamente seleccionado en el caso de la danesa (el día en el que sale
por permiso de la institución en la que está recluido el protagonista).
Mostrándonos sólo lo que ocurre en unas breves horas se percibe la fragilidad
de la persona y la completa desorientación en una vida en a que los mayores o no
saben o no son capaces de guiar y en la que existe una falta notable de
referentes. Frances Ha opta por narrar un período más largo en que se nos
cuenta la transición en la vida de la protagonista de los valores infantiles
(rechazo a madurar, actitud despreocupada, etc.) hasta la completa pérdida de
ellos en la integración en un mundo que no la comprende, pero del que acaba
formando parte como uno más, renunciando a todo tipo de metas personales y
convirtiéndose en lo que la sociedad espera de ella.
Las tres muestran
un tono marcadamente pesimista, si bien en Oh
Boy! y Frances Ha está más
disimulado, a través del uso de la ironía y el humor (negro en muchas ocasiones,
sarcástico en otras). En Oslo… el
pesimismo impregna la película desde el primer fotograma pero, probablemente,
es la que aporta una reflexión más profunda. Frances Ha supone una lucha constante entre los deseos y la
realidad, el abandono de la ingenuidad para dar paso a las convenciones
sociales. El personaje de Oh Boy!, en
cambio, sí muestra una predisposición inicial a entrar en el juego adulto, pero
es la propia sociedad la que le aparta de el.
2. Nuevos paradigmas de la ciencia ficción
La inmensa espiral
tecnológica en la que vivimos inmersos contribuye a desatar la imaginación de
escritores y cineastas sobre dónde se encuentran realmente los límites del
conocimiento humano. El cine y la literatura, principalmente, se han encargado
históricamente de expandir dichos límites mientras que la ciencia avanzaba un
paso por detrás. El cine de ciencia ficción nació ya con el cine mudo (Viaje a
la Luna, Georges Méliès, 1902) y con cierto tono humorístico, mientras que tras
la invención del cine sonoro y hasta la década de 1950 el género se desvirtuó
considerablemente, pasando a convertirse en producciones de serie B de bajo
presupuesto. Las décadas de 1960-1980 supusieron la época dorada del género, en
la que se aunaron calidad y grandes superducciones dando como resultado obras
cumbres del género como 2001, Una odisea en el espacio (2001, A Space Odissey
Stantey Kubribk, 1967), Solaris (Solyaris, Andrei Tarkovski, 1972), Blade
Runner (ídem, Ridley Scott, 1982) o Terminator (The Terminator, James Cameron,
1984).
El cine de ciencia
ficción se ha utilizado en ocasiones para comentarios críticos de aspectos
políticos o sociales, y la exploración de cuestiones filosóficas como la
definición del ser humano. La ciencia ficción se ha ido transformando paulatinamente
desde un género respetado hasta reducirlo a mero disfrute comercial, resultando
uno de los géneros más prostituídos de la actualidad.
El reciente esteno
de Interstellar
(ídem, 2014) del vanagloriado -por las masas- director Christopher Nolan, ha revitalizado el
debate sobre la ciencia ficción. El director de la trilogía de El
Caballero Oscuro (2005-2012) ha irrumpido con fuerza en el panorama
fílmico con su nueva película, levantando pasiones (estuvo durante un breve
lapso de tiempo como mejor película de la historia en IMDB) y aversiones a
partes iguales. Pero más allá del efecto Nolan, basado en abusar de subtramas,
trampas y fuegos artificiales (aquí más comedido que en otras ocasiones), la
historia que plantea en Interstellar se presenta previsible, paródica y con
multitud de agujeros (no necesariamente negros), lo que da como resultado una
trama simplona pero vestida con un carísimo traje de seda. No nos engañemos,
Interstellar trata fundamentalmente del amor -entre padre e hija- y contiene un
mensaje extremadamente moralista al que Nolan reviste de vacua complejidad. La
última media hora de las larguísimas tres que dura el filme (y que no voy a
revelar aquí) y la subtrama que protagoniza Matt Damon son de una torpeza tal, que acaban declinando la balanza
en su contra logrando contrarrestar los aciertos que contiene. La película es
capaz de asombrar solo cuando respira libre y logra desprenderse del
abigarramiento que la envuelve, es decir, los momentos en los que la nave vaga
por el espacio -aunque el omnipresente Hans
Zimmer no nos permita saborear el silencio galáctico en ningún momento-, y
en aquellos en los que la historia transita en línea con su argumento
principal.
Pero más allá de
vacuas superproducciones y excluyendo las prolíficas películas de animación
japonesas o las eternas sagas de superhéroes, la ciencia ficción en términos
más tradicionales vive uno de sus momentos más dulces desde el esteno de Gravity
(Alfonso Cuarón, 2013) hasta el reciente de Interstellar -pasando por Al
filo del mañana (Edge of Tomorrow, Doug Liman, 2014)-. Durante este año
hemos asistido a diversas formas de narrar los viajes temporales, la teoría
gravitacional, los portales dimensionales o las luchas de clases en escenarios
futuristas, ente otros variopintos argumentos.
Frente a las
grandes superproducciones americanas existe desde hace tiempo una corriente,
que bien podríamos denominar Low Sci-Fi,
que se abre paso a base de atractivas ideas, elaborados guiones y moderados
presupuestos. A este respecto cabe señalar que no siempre el término
superproducción va asociado a una previsible pérdida de calidad, como demuestra
Bong Joon-ho con su ultimo filme Rompenieves
(Snowpiercer, 2014). El director coreano se empeña en seguir rompiendo
las reglas establecidas de los distintos tipos de géneros cinematográficos y,
en esta ocasión, nos ofrece un filme con tintes posapocalípticos en el que
retrata a una sociedad distópica a bordo de un tren que aglutina a una
selección clasista de supervivientes. Bong
Joon-ho ofrece su particular visión del cine de catástrofes añadiendo
grandes dosis de crítica socio-política, consiguiendo nuevos hitos en este cine
de género, eliminando los convencionalismos puros y obteniendo un cine más
anárquico, con una enorme capacidad de sorpresa.
Allá por abril, Upstream
Color (ídem, 2013) del director Shane
Carruth, demostró que en este género se hace cada vez más importante la
presencia de un buen guión por encima de los elevados presupuestos de fuegos
artificiales de grandes producciones de cine, especialmente americano. Por su
parte, El Congreso (The Congress, 2014) del realizador iraní Ari Folman nos planteó un futuro en que
los actores se vuelven prescindibles gracias a copias digitales de ellos
mismos. Una dura reflexión sobre la impostura del sistema y su preocupante
pérdida de valores en pro de la obtención de unos dólares extras.
Pero sin duda la
apuesta más excitante en este ámbito es la de Coherence (ídem, 2013), de
James Ward Byrkit que con un guión
compacto y complejo consigue hacer una gran película de ciencia ficción sin
salir prácticamente del salón de una casa, en una de las operas primas más
sorprendentes y apasionantes de los últimos tiempos. Toda una lección de cine a
bajo presupuesto.
3. Triunfo de los formatos alternativos
Frente a la
estandarización del cine –algo sumamente curioso en un momento en que lo
digital facilita la multitud de formatos, bien sea por motivos económicos o
técnicos- han surgido en 2014 diversas propuestas interesantes que merece la
pena comentar.
Si bien no resulta
extraño encontrar en los últimos años películas en blanco y negro, utilizado éste
como elemento reflexivo de puesta escena -no sólo como componente estético-, o
propuestas en celuloide, los formatos que difieren del ratio 16/9 o panorámico
sí representan anomalías en los sistemas de producción actuales.
A este respecto,
tres películas fundamentales en 2014 han renunciado a los ratios convencionales
para dar forma a sus historias, todas ellas con una justificación clara y
concisa.
Ida (ídem, 2013) de Pawel Pawlikovski relata la historia de
una monja novicia huérfana a la que le surgen dudas sobre su vida al enterarse
de un oscuro secreto familiar. El formato 4:3 y el uso del blanco y negro,
aparte de alimentar el imaginario de esa época, sirve para expresar formalmente
el mundo interior de la protagonista. Los cuidadosos encuadres y las
composiciones simétricas hablan más del rígido mundo al que pertenece que los
propios diálogos del filme.
Jauja (ídem, 2014) del argentino Lisandro Alonso elabora una compleja
obra con tintes elegíacos en la que el uso del formato 1.1,37 con bordes
redondeados nos implica en la perfección del lenguaje, y nos transporta a un
pasado biográfico en el que parecen rememorarse las diapositivas de la
infancia.
Por último, Mommy
(ídem, 2014) del jovencísimo director quebequés Xavier Dolan utiliza una apuesta más arriesgada si cabe: un formato
1.1 que parece convertirse en vertical debido a la asimilación de formatos
horizontales que inundan nuestro imaginario actual. El uso de este singular
formato consigue enclaustrar a los personajes, eliminar los elementos superfluos
y, sobre todo, supone el ratio perfecto para ahondar en el retrato.
Daniel Reigosa