miércoles, 24 de diciembre de 2014

Resumen cinematográfico del 2014



 Se cierra un año de buen cine, un año en que directores consagrados como Wong Kar-wai, Jim Jarmush, Richard Linklater, Wes Anderson, Jean-Pierre y Luc Dardenne, Alexander Payne o Nuri Bilge Ceylan convivieron con potentes y prometedores directores noveles como James Ward ByrkitBenedikt ErlingssonDiederik Ebbinge, Carlos Vermut o Jan Ole GersterUn año en que las lágrimas por la jubilación de un maestro como Hayao Miyazaki se secaron a golpe de viento y vuelos de aviones de diseño, y en el que el imaginario de sueños que es el Studio Ghibli demostró quedar en buenas manos. Un año en que se consolidó la brecha entre cine-espectáculo y cine-arte, pero que Xavier Dolan ha sabido combinar de manera explosiva en la catarsis que es Mommy. Un año en que los dos directores más admirados por la nueva cinefagia, Christopher Nolan y David Fincher, demostraron, una vez más, estar más cerca del artefacto que de la reflexión.

Un año que nos deja muchas conclusiones a nivel cinematográfico, pero que tres merecen una atención especial: El retrato de las dificultad del paso de la juventud a la madurez en el mundo contemporáneo, la consolidación de un cine de ciencia ficción de bajo presupuesto y el triunfo de formatos poco convencionales.

1. El cine como reflexión de una juventud perdida

El cine es reflejo de la sociedad contemporánea, inevitablemente. A este respecto, lleva tiempo tratando el tema de la desorientación en el paso de la juventud a la madurez, propiciada por la falta de empleo, la desmotivación o la pérdida de valores de la sociedad en su conjunto. Por definición, se sitúa el fin de la juventud en torno a los 28-30 años, edad hasta la que se pueden justificar ciertas decisiones y hasta la que existe una comprensión paternalista de los errores pero que, a partir de ahí, a uno se le juzga de distinta manera. El problema viene cuando, en la sociedad actual, las referencias hacia atrás y hacia delante son contradictorias. Vivimos en una sociedad viciada que no hemos creado, pero que se espera que solucionemos, perdidos en un oasis capitalista en el que es más importante cómo te ve la sociedad a estar a gusto con uno mismo. Una sociedad que tiene puestas las esperanzas en los nuevos adultos, lo que supone una presión añadida para una juventud no preparada emocionalmente y con elevado miedo al fracaso.

Varias películas tratan este tema de manera brillante, pero cabría destacar tres que dialogan de manera prodigiosa entre si: Oslo, 31 de Agosto (Joachim Trier), Oh Boy! (Jan Ole Gerster) y Frances Ha (Noah Baumbach).

Las tres películas sitúan a sus protagonistas en la época de la vida en la que se adquieren nuevas responsabilidades, después de un largo período de formación académica y emocional. Oh Boy! y Oslo... optan por narrar lo que pasa en un día, escogido al azar aparentemente en el caso de la alemana y estratégicamente seleccionado en el caso de la danesa (el día en el que sale por permiso de la institución en la que está recluido el protagonista). Mostrándonos sólo lo que ocurre en unas breves horas se percibe la fragilidad de la persona y la completa desorientación en una vida en a que los mayores o no saben o no son capaces de guiar y en la que existe una falta notable de referentes. Frances Ha opta por narrar un período más largo en que se nos cuenta la transición en la vida de la protagonista de los valores infantiles (rechazo a madurar, actitud despreocupada, etc.) hasta la completa pérdida de ellos en la integración en un mundo que no la comprende, pero del que acaba formando parte como uno más, renunciando a todo tipo de metas personales y convirtiéndose en lo que la sociedad espera de ella.

Las tres muestran un tono marcadamente pesimista, si bien en Oh Boy! y Frances Ha está más disimulado, a través del uso de la ironía y el humor (negro en muchas ocasiones, sarcástico en otras). En Oslo… el pesimismo impregna la película desde el primer fotograma pero, probablemente, es la que aporta una reflexión más profunda. Frances Ha supone una lucha constante entre los deseos y la realidad, el abandono de la ingenuidad para dar paso a las convenciones sociales. El personaje de Oh Boy!, en cambio, sí muestra una predisposición inicial a entrar en el juego adulto, pero es la propia sociedad la que le aparta de el.


2. Nuevos paradigmas de la ciencia ficción

La inmensa espiral tecnológica en la que vivimos inmersos contribuye a desatar la imaginación de escritores y cineastas sobre dónde se encuentran realmente los límites del conocimiento humano. El cine y la literatura, principalmente, se han encargado históricamente de expandir dichos límites mientras que la ciencia avanzaba un paso por detrás. El cine de ciencia ficción nació ya con el cine mudo (Viaje a la Luna, Georges Méliès, 1902) y con cierto tono humorístico, mientras que tras la invención del cine sonoro y hasta la década de 1950 el género se desvirtuó considerablemente, pasando a convertirse en producciones de serie B de bajo presupuesto. Las décadas de 1960-1980 supusieron la época dorada del género, en la que se aunaron calidad y grandes superducciones dando como resultado obras cumbres del género como 2001, Una odisea en el espacio (2001, A Space Odissey Stantey Kubribk, 1967), Solaris (Solyaris, Andrei Tarkovski, 1972), Blade Runner (ídem, Ridley Scott, 1982) o Terminator (The Terminator, James Cameron, 1984).

El cine de ciencia ficción se ha utilizado en ocasiones para comentarios críticos de aspectos políticos o sociales, y la exploración de cuestiones filosóficas como la definición del ser humano. La ciencia ficción se ha ido transformando paulatinamente desde un género respetado hasta reducirlo a mero disfrute comercial, resultando uno de los géneros más prostituídos de la actualidad.

El reciente esteno de Interstellar (ídem, 2014) del vanagloriado -por las masas- director Christopher Nolan, ha revitalizado el debate sobre la ciencia ficción. El director de la trilogía de El Caballero Oscuro (2005-2012) ha irrumpido con fuerza en el panorama fílmico con su nueva película, levantando pasiones (estuvo durante un breve lapso de tiempo como mejor película de la historia en IMDB) y aversiones a partes iguales. Pero más allá del efecto Nolan, basado en abusar de subtramas, trampas y fuegos artificiales (aquí más comedido que en otras ocasiones), la historia que plantea en Interstellar se presenta previsible, paródica y con multitud de agujeros (no necesariamente negros), lo que da como resultado una trama simplona pero vestida con un carísimo traje de seda. No nos engañemos, Interstellar trata fundamentalmente del amor -entre padre e hija- y contiene un mensaje extremadamente moralista al que Nolan reviste de vacua complejidad. La última media hora de las larguísimas tres que dura el filme (y que no voy a revelar aquí) y la subtrama que protagoniza Matt Damon son de una torpeza tal, que acaban declinando la balanza en su contra logrando contrarrestar los aciertos que contiene. La película es capaz de asombrar solo cuando respira libre y logra desprenderse del abigarramiento que la envuelve, es decir, los momentos en los que la nave vaga por el espacio -aunque el omnipresente Hans Zimmer no nos permita saborear el silencio galáctico en ningún momento-, y en aquellos en los que la historia transita en línea con su argumento principal.

Pero más allá de vacuas superproducciones y excluyendo las prolíficas películas de animación japonesas o las eternas sagas de superhéroes, la ciencia ficción en términos más tradicionales vive uno de sus momentos más dulces desde el esteno de Gravity (Alfonso Cuarón, 2013) hasta el reciente de Interstellar -pasando por Al filo del mañana (Edge of Tomorrow, Doug Liman, 2014)-. Durante este año hemos asistido a diversas formas de narrar los viajes temporales, la teoría gravitacional, los portales dimensionales o las luchas de clases en escenarios futuristas, ente otros variopintos argumentos.

Frente a las grandes superproducciones americanas existe desde hace tiempo una corriente, que bien podríamos denominar Low Sci-Fi, que se abre paso a base de atractivas ideas, elaborados guiones y moderados presupuestos. A este respecto cabe señalar que no siempre el término superproducción va asociado a una previsible pérdida de calidad, como demuestra Bong Joon-ho con su ultimo filme Rompenieves (Snowpiercer, 2014). El director coreano se empeña en seguir rompiendo las reglas establecidas de los distintos tipos de géneros cinematográficos y, en esta ocasión, nos ofrece un filme con tintes posapocalípticos en el que retrata a una sociedad distópica a bordo de un tren que aglutina a una selección clasista de supervivientes. Bong Joon-ho ofrece su particular visión del cine de catástrofes añadiendo grandes dosis de crítica socio-política, consiguiendo nuevos hitos en este cine de género, eliminando los convencionalismos puros y obteniendo un cine más anárquico, con una enorme capacidad de sorpresa.

Allá por abril, Upstream Color (ídem, 2013) del director Shane Carruth, demostró que en este género se hace cada vez más importante la presencia de un buen guión por encima de los elevados presupuestos de fuegos artificiales de grandes producciones de cine, especialmente americano. Por su parte, El Congreso (The Congress, 2014) del realizador iraní Ari Folman nos planteó un futuro en que los actores se vuelven prescindibles gracias a copias digitales de ellos mismos. Una dura reflexión sobre la impostura del sistema y su preocupante pérdida de valores en pro de la obtención de unos dólares extras.

Pero sin duda la apuesta más excitante en este ámbito es la de Coherence (ídem, 2013), de James Ward Byrkit que con un guión compacto y complejo consigue hacer una gran película de ciencia ficción sin salir prácticamente del salón de una casa, en una de las operas primas más sorprendentes y apasionantes de los últimos tiempos. Toda una lección de cine a bajo presupuesto.

3. Triunfo de los formatos alternativos

Frente a la estandarización del cine –algo sumamente curioso en un momento en que lo digital facilita la multitud de formatos, bien sea por motivos económicos o técnicos- han surgido en 2014 diversas propuestas interesantes que merece la pena comentar.

Si bien no resulta extraño encontrar en los últimos años películas en blanco y negro, utilizado éste como elemento reflexivo de puesta escena -no sólo como componente estético-, o propuestas en celuloide, los formatos que difieren del ratio 16/9 o panorámico sí representan anomalías en los sistemas de producción actuales.

A este respecto, tres películas fundamentales en 2014 han renunciado a los ratios convencionales para dar forma a sus historias, todas ellas con una justificación clara y concisa.

Ida (ídem, 2013) de Pawel Pawlikovski relata la historia de una monja novicia huérfana a la que le surgen dudas sobre su vida al enterarse de un oscuro secreto familiar. El formato 4:3 y el uso del blanco y negro, aparte de alimentar el imaginario de esa época, sirve para expresar formalmente el mundo interior de la protagonista. Los cuidadosos encuadres y las composiciones simétricas hablan más del rígido mundo al que pertenece que los propios diálogos del filme.

Jauja (ídem, 2014) del argentino Lisandro Alonso elabora una compleja obra con tintes elegíacos en la que el uso del formato 1.1,37 con bordes redondeados nos implica en la perfección del lenguaje, y nos transporta a un pasado biográfico en el que parecen rememorarse las diapositivas de la infancia.

Por último, Mommy (ídem, 2014) del jovencísimo director quebequés Xavier Dolan utiliza una apuesta más arriesgada si cabe: un formato 1.1 que parece convertirse en vertical debido a la asimilación de formatos horizontales que inundan nuestro imaginario actual. El uso de este singular formato consigue enclaustrar a los personajes, eliminar los elementos superfluos y, sobre todo, supone el ratio perfecto para ahondar en el retrato. 

Daniel Reigosa

lunes, 15 de diciembre de 2014

JAUJA (Lisandro Alonso, 2014)



El cine como arte: una búsqueda a tres niveles

by Daniel Reigosa










En un primer visionado, Jauja se revela incontestablemente como una película que reclama una atención especial, con un lenguaje codificado del que se puede extraer una lectura que va más allá de las primeras apariencias. Los siguientes visionados permiten captar la intensidad de su narración, la poesía de sus imágenes o la admirable capacidad de su director para moverse en el plano físico y en el metafísico.

El argumento se presenta aparentemente sencillo: un capitán danés (Gunnar Dinersen/Viggo Mortensen) es reclamado en un remoto puesto militar en la Patagonia durante la llamada Conquista del Desierto, una sangrienta campaña militar llevada a cabo entre 1878 y 1885 por el gobierno de la República Argentina contra los pueblos aborígenes que controlaban la zona. El capitán Dinersen viaja con su hija de 15 años (Ingeborg/Viilbjørk Malling Agger), la cual se enamora de un soldado raso argentino con el que logra escapar. El padre inicia así su particular búsqueda en solitario por las áridas tierras de la Patagonia argentina que ocupara el grueso de la película, pero en la que cada paso dado al frente en busca de su objetivo, parecerá alejarlo cada vez más de él.

Jauja supone un nuevo punto de partida para el complejo y reflexivo cine del director argentino Lisandro Alonso, ya que cuenta por vez primera con actores profesionales, la presencia de un guión, música extradiegética y una trama con un fuerte componente narrativo. No obstante, el trabajo sobre el silencio (y en contraposición, la pesadez de las palabras) o la relación del hombre con su entorno son temas recurrentes en su filmografía que también están presentes en esta, su quinta película.

Ante todo Jauja representa una búsqueda, como bien indican los intertítulos iniciales, pero Alonso nos propone una búsqueda a tres niveles, en tres dimensiones esenciales para entender el arte cinematográfico. Tal y como decía Tarkovski: “con la ayuda del cine se pueden tratar las cuestiones más complejas del presente a un nivel que durante siglos ha sido propio de la literatura, la música o la pintura”. Esta es una de las claves para elevar al cine a cotas de arte verdadero y Lisandro Alonso parece claramente remar en esta dirección. Y es que, en esencia, Jauja es una película que nos habla del cine: bien como referencia, a través del propio cine; bien como elemento analítico del ser humano y su sociedad; o bien como exploración del terreno sensorial.

La primera lectura de la película es una lectura marcadamente metacinematográfica, el cine como obra referenciada y referencial. Lisandro Alonso establece su particular “Jauja”, en la búsqueda de la perfección del lenguaje cinematográfico. La filmación en celuloide y el formato 1:1,37 con los bordes redondeados -imitando la apariencia de una diapositiva-, no hace más que ahondar en esta primera lectura. En ocasiones, Jauja se acerca al terreno del western clásico, recordando a alguna película de John Ford, mientras que en otras parece converger con el cine de Tarkovski, probablemente el director cuyas referencias resultan más evidentes. Pero en Jauja están presentes la pesadez de las palabras de Dreyer, la sensorialidad y limpieza de Bresson, el realismo poético de Renoir, la exploración de los espacios de Antonioni o la profundidad en los diálogos de Bergman. También se dan cabida escenas que parecen sacadas de los tiempos de la censura, con otras que evocan a cierto tipo de cine contemporáneo. Las secuencias de la masturbación del teniente Pittaluga (Diego Román), con el pañuelo blanco ondeando al viendo en el momento de la eyaculación, o la del encuentro sexual entre Ingeborg y el soldado Corto (su amante) con las espigas de trigo erizadas y moviéndose suavemente, recuerdan los quiebros que directores como Ernst Lubitsch o Leo McCarey ideaban para sortear de manera ingeniosa la censura del momento. Por otro lado, la escena de la cueva parece importada directamente de una película de David Lynch, así como su arriesgado y sinóptico epílogo remite a un cine mucho más actual.


En segunda instancia, Alonso propone una búsqueda puramente filosófica, de marcada corriente existencialista. El director, a su vez, analiza la relación del ser humano con la naturaleza, pasando de una cierta notoriedad en plano a una progresiva dilución entre los paisajes. El homérico viaje que emprende el protagonista en busca de su hija supone, a la vez, un viaje interior y un viaje por las vicisitudes del ser humano. Alonso contrapone lo humano frente a lo salvaje, lo civilizado frente a los instintos puramente animales, la hermosa juventud frente al desgaste del tiempo, esto último tras una bellísima elipsis que contiene un mágico y anacrónico momento musical. Precisamente es el momento musical (compuesto por el propio Viggo Mortensen en asociación con su compañero de aventuras musicales, el guitarrista experimental Buckethead) el que supone un paréntesis en la narración. Tras él, nada será igual, el entorno y el propio personaje han cambiado, la naturaleza se endurece, los rasgos de la vejez se hacen más notorios en la cansada cara del capitán danés. Un perro aparentemente abandonado marca el inicio de una vesanía que perdurará hasta el final del filme. Caminos y piedras, dificultades y paso del tiempo. Un avistamiento, un grito ahogado. Nadie responde, prosigue la búsqueda.  La extraña escena en la que el personaje se encuentra con la anciana señora remite directamente al teatro: somos actores, observados mientras perdemos la oportunidad de disfrutar de nuestra propia vida, sin darnos cuenta de las cosas realmente importantes, como ver crecer a una hija. Nuestro inusual héroe tiene un sueño, encontrar a su hija, alcanzar lo que le hace feliz, pero cada paso que da en esa dirección le hace alejarse cada vez más.

Por último, una tercera búsqueda nos habla de lo tangible, de la función primigenia del cine, que lo ensalza como elemento netamente sensorial. Aquí juega un papel fundamental la fotografía de Timo Salminen, pero también el maravilloso y cuidado aspecto sonoro. La fisicidad de cada plano supone una exploración de los sentidos. Sentimos cada palabra, pesada, densa, amarga, innecesaria (hablamos demasiado, comenta en una de las escenas iniciales el teniente Pittalunga), tropezamos en cada piedra del tortuoso camino, nos rasgamos las mano en cada ascensión, sentimos el calor en cada aliento y acusamos la fatiga del viaje, potenciada por unos planos provocadamente largos que ponen a prueba nuestra paciencia como espectador, pero que resultan una experiencia altamente gratificante.

El maravilloso epílogo, aparte de servir de  elaborada conclusión, tiene también una lectura en los tres niveles anteriormente analizados, pero es lo suficientemente ambiguo para dejar paso a la libre interpretación. Una última imagen conecta directamente con la primera escena de la película, una referencia circular que simboliza esa búsqueda del futuro sin disfrutar del presente, una búsqueda que nos aleja cada vez más de nuestro objetivo. Es un lucha interminable, imposible, circular.

jueves, 31 de julio de 2014

Un toque de violencia (Tian zhu ding, Jia Zhang ke, 2013)


Diseccionando el pecado 

by Daniel Reigosa





Bastaría con la primera secuencia de Un toque de violencia (Tian zhu ding, 2013), antes de los títulos de crédito, para hacer un resumen conciso de lo que pretende transmitir el director Jia Zhang ke con esta película rodada en cuatro partes bien diferenciadas. Una China desolada, cuatro cadáveres en menos de 5 minutos y un intenso color rojo que baña la imagen (debido a miles de tomates esparcidos por el suelo), previenen al espectador del tono que, irremediablemente, va a ir adquiriendo el filme. Ya en esa primera escena Jia pone todas las cartas sobre la mesa, sin trucos, sin sorpresas, sin giros bruscos de guión, no se trata de mantener en vilo al espectador sino de diseccionar su condición.

Esta primera escena funciona como una anticipada y desesperanzada moraleja, pero también como un singular e inopinado efecto mariposa, potenciado visualmente con el hecho de la mordedura de la manzana del pecado (en este caso concreto un tomate), que desencadenará una serie de actos de consecuencias fatalistas, conectados de manera extremadamente sutil, como queriendo dar continuidad a la propuesta pero, a la vez, dejando clara su independencia. 

A Touch os Sin es el título internacional escogido para la película, en un claro homenaje a A Touch of Zen (Xia Nü - Hsia nu, 1969) del maestro King Hu, pero también es un dardo irónico sobre el contenido del largometraje. El título en español se queda en el análisis más plausible, el de la violencia, pero lo que el director realiza aquí es un minucioso ensayo sobre la maldad inherente al ser humano a través de cuatro historias diferentes pero, a la vez, complementarias. En cada historia analiza un tipo de violencia, pero siempre como respuesta a una sociedad corrompida, a unos vicios aceptados por la sociedad (china en este caso pero que se puede extrapolar a una lectura mucho más global). Cada personaje principal de las cuatro historias reacciona de manera violenta ante su entorno, pero antes Jia lo ha llevado al límite, aunque no lo usa como excusa sino como argumento pesimista de lo inevitable: la violencia parece ser la única vía posible.

En la primera historia el motivo es la venganza pero el motor es la corrupción política, el enriquecimiento de los poderosos a costa de los más débiles, la especulación y el soborno. El segundo personaje parece actuar por simple placer, pero a medida que transcurre el relato observamos una sociedad que ha avanzado sigilosa hacia la pérdida de valores, dejando atrás a sus ciudadanos, perdidos ante el distanciamiento de las tradiciones familiares, otrora núcleo vital y razón de ser del ser humano. Es en esta segunda historia donde el mal que habita en cada ser humano se hace más notorio, más temible. La tercera historia, que guarda una extraño parecido con el género wuxia, nos muestra una respuesta violenta en defensa personal, por salvaguardar el honor, ante una sociedad que muestra sus vicios más oscuros a través del dominio sexual, el machismo o la opresión. Por último, la cuarta historia, crítica con el pasotismo de la juventud, alienada en su pequeño mundo (tan pequeño que cabe dentro de un teléfono móvil), nos muestra una reacción violenta como vía de escape, una afirmación de que todo lo que nos rodea nos sobrepasa y no podemos hacer nada para evitarlo. 

La suma de las cuatro partes nos da como resultado un retrato demoledor, no sólo por pertenecer a una sociedad extremadamente viciada de la que no hay vuelta atrás, sino porque nos damos cuenta que cualquiera dentro de su normalidad puede llegar a reaccionar y sentirse identificado con las historias representadas, sólo es necesario traspasar la línea (para unos más alejada que para otros) que nos separa de una reacción primitiva y animal. 

El bisturí de Jia pasa rápidamente de la disección de la China actual -influenciada en extremo por el capitalismo severo, en la que el crecimiento económico se contrapone a la pérdida de valores a pasos agigantados-, a intentar mostrar las consecuencias de esta sociedad en el individuo, en forma de respuestas extremadamente crueles. El director, que hasta la fecha se había mostrado crítico en sus películas, pero más contenido, parece empuñar el arma en primera persona para realizar un discurso agresivo, pero totalmente alejado del adoctrinamiento, algo que realmente es de agradecer. El hecho de que la película aún no tenga fecha de estreno en China nos hace ver que el director ha dado en el clavo.

El uso de la música totalmente diegética y de una fotografía de tonos grises y con escaso contraste, materializada en paisajes desolados o repletos de gente sin alma, acentúa el caracter fatalista del filme. Cadáveres, escombros o seres vivos son tratados con la misma luz, con el mismo tono, como si un áura de negatividad se impregnase de cada imagen, de cada acto. 

Resulta curioso también el uso de la autoridad en Un toque de violencia, ya que aparece de forma esporádica pero nunca de manera relevante. Aquí la relación causa-consecuencia se desvía hacia otro punto, es decir, la violencia (consecuencia) nace como respuesta a una sociedad viciada (causa). Entendemos que sí existen consecuencias a los actos violentos en sí (en este caso la consecuencia sería el castigo), pero no se nos muestra, ya que lo importante es descubrir su origen. Mostrar el castigo no hubiese hecho más que confundir y manchar el mensaje, ya que se podría ver como una solución, aunque ante el problema equivocado, con lo que Jia ataca directamente a la raíz. 

En la genial escena final, tras el pesimismo mostrado, el director nos pasa el testigo: somo jueces pero a la vez somos evaluados por nuestros actos. No existe posibilidad de redención, el mal habita en cualquier parte y somos susceptibles de toparnos de bruces con él, sólo hace falta endurecer las condiciones y encontrar nuestro límite. Una vez ahí, traspasarlo es una cuestión inevitable.

domingo, 20 de julio de 2014

Portishead, Madrid 18 julio

Una experiencia audiovisual superlativa

by Daniel Reigosa


El pasado viernes 18 de julio se celebró en el Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid, ante más de 12.000 almas, el primer concierto de la banda de Bristol, Portishead, compuesta por Beth Gibbons (voz), Adrian Utley (guitarra, bajo, teclados, arreglos) y Geoff Barrow (bateria, teclados, arreglos), tras más de 20 años de carrera -recordemos que en 1994 publicaron uno de los discos más influyentes de los años 90, el celebrado Dummy-. Con sólo tres discos en su haber (más el directo Roseland in New York (1998), grabado con la orquesta filarmónica de Nueva York), Portishead ocupa un lugar destacado en la historia reciente de la música, resultando clave en la evolución del trip-hop, aunque en su último disco (Third, 2008) juguetean con el darkwave, el shoegaze o el post-rock, con una mayor presencia electrónica en sus bases.

Y os preguntaréis qué hago hablando de un concierto de Portishead en un blog de cine, pues la respuesta es sencilla: la experiencia vivida se acerca mucho más al concepto audiovisual que a la mera sensación sonora. De igual manera que las emociones en el cine son potenciadas por la presencia del sonido, en forma de banda sonora, en el concierto de Beth Gibbons y compañía el componente visual jugó un papel determinante. Son muchos los grupos que han decidido casar música con imágenes en los últimos tiempos, destacando por ejemplo Sigur Rôs que, tanto en directo como fuera de él -ejemplo de ésto último es el fabuloso documental Heima (2008)-, elevan el concepto audiovisual a una experiencia única; o Arcade Fire que ha dedicado mucha importancia a la creación de videos musicales que se asemejan a cortos fílmicos.

Portishead salió a escena prácticamente a la hora indicada, las 21:30, delante de una megapantalla en la que se proyectaba el logo de la banda. Tras los primeros acordes de Silence, que abre también su tercer disco, la imágenes de la pantalla empezaban a bosquejar un atrevido y experimental videoclip en directo: imágenes distorsionadas de los músicos y sus aparatos armonizaban con los ritmos de la batería, los sintetizadores y los beats electrónicos que, a medida que sucedían los temas, se mezclaban con imágenes pregrabadas, creando una experiencia visual y sonora extremadamente potente y compleja. Cada canción era una escena, y todas las escenas juntas formaban una suerte de extraño largometraje, en el que la voz de Beth Gibbons se convertía en la actriz principal.

La voz de Beth (permítide que le llame por su nombre de pila) tiene algo especial, una capacidad inusitada de abrir heridas, de mostrar dolor, a través de su timbre y sus letras pero, por otra parte, también resulta cariñosa y aterciopelada, cicatrizando cualquier sentimiento lacerante que haya podido aflorar. La experiencia, junto con los potentes graves (que a partir de la segunda canción sonaron demoledores), resultaba extremadamente intensa, una catársis emocional...cada latido, cada lloro, cada golpe de bajo, entraba en el cuerpo de cada uno de los que estábamos presentes, insertando la duda de si realmente queríamos dejarlo salir. Cada pausa era un respiro, pero también generaba la inercia necesaria para pedir más, y es que Portishead duele, pero también engancha y enamora. 

No se bajó el nivel en todo el concierto, pero dos momentos robaron protagonismo al resto de la obra: uno a nivel sentimental cuando Beth ejecutó con la maestría de hace 20 años la eterna Glory Box -probablemente su canción más emblemática-; y otro más emocional, con Machine Gun del tercer y, hasta la fecha, último disco. En esta última canción es en la que el componente visual brillo con más fuerza, tornándose en el actor principal por unos instantes. La canción terminó con un bombardeo de imágenes de la casta política, recientes conflictos internacionales e injusticias sociales (que se tornaban más poderosas debido al delicado momento actual), al compás de un ritmo electrónico machacón de gran poderío sonoro. El mensaje era tan demoledor que era imposible mirar hacia otro lado cuando, de repende, todo el palacio se llenó de oscuridad y un intenso sonido grave (con una melodia al más puro estilo Pink Floyd) recorrió la sala vibrando en cada uno de nosotros, mientras un gigantesco amanecer asomaba lentamente por la pantalla (aunque tengo la sensación de que era un atardecer, pero emitido a la inversa, lo que daría más fuerza a su mensaje). Hay esperanza detrás de todo este caos sociopolítico en el que vivimos, parecían querer afirmar los componentes de Portishead. He de confesar que este momento lo viví con especial intensidad, cuando me quise dar cuenta tenía los ojos llorosos, y puedo afirmar que no era el único.

Al cabo de hora y veinte, Beth se despedia con un tímido "muchas gracias", las únicas palabras dirigidas hacia el público hasta entonces, una vez más el concepto fílmico presente. Una obra pensada sin interrupciones, sin que hubiese lugar para charlas innecesarias, para momentos que rompiesen el climax generado en la sala. Se trataba de un espectáculo, mejor dicho una sensación, extremadamente calculada, dirigida de antemano. Aún así, al público aún le quedaba un último aliento y los componentes de Portishead volvieron a escena para abrirnos una última herida, que recibimos gustosos, con la profunda Roads y su lamento:

- "How can it feel, this wrong,
From this moment,
How can it feel, this wrong"
 

No cabía nada más, nos habían vaciado emocionalmente... corto pero intenso, maximizando el dicho de que las mejores esencias se guardan en frascos pequeños... pero menudo frasco!! Volved cuando queráis, pero dejadnos un tiempo para recuperarnos del shock.


Nota: las fotos del concierto se han sacado de la web www.muzikalia.com

lunes, 26 de mayo de 2014

Análisis en profundidad de True Detective

A estas alturas no cabe duda de la importancia que ha tenido la emisión de la primera temporada de True Detective, una serie que ha gustado a público y crítica y que ha alcanzado los primeros puestos en algunas de las más prestigiosas listas sobre las mejores series de todos los tiempos. Mientras esperamos a la segunda temporada, que deberá corroborar este fenómeno, la Revista Magnolia ha realizado un profundo análisis sobre tres aspectos fundamentales (fotografía, referencias literarias, plano secuencia) en el que he tenido el gusto de ser invitado para hablar sobre la espléndida fotografía de la serie.

Os dejo el análisis completo por si os apetece echarle un vistazo:
ESPECIAL TRUE DETECTIVE


domingo, 11 de mayo de 2014

Resumen de artículos Revista Magnolia



Estos meses he reducido la actividad en el blog debido a colaboraciones en diversos medios. Os dejo en los siguientes links mis últimas colaboraciones con la revista Magnolia, por si os apetece echarles un vistacillo.

Especial Woody Allen:

Manhattan (1979)
Una ciudad en el diván


















Sueños de un seductor (Play it again, Sam, 1972)
El nacimiento de un neurótico entrañable

















Especial Roman Polanski:

Repulsión (1965)
Sobresaliente ejercicio de estilo




















Especial Wes Anderson:

Fantastic Mr Fox (2009) 
Autenticidad a 12 fotogramas por segundo



lunes, 3 de marzo de 2014

86ª edición de los Óscar: Aquí huele a rancio

La noche empezaba con el glamour de costumbre, el jaleo pertinente en la alfombra roja donde cientos de periodistas acreditados se daban codazos para poder entrevistar a las estrellas más rutilantes del panorama cinematográfico americano (y parte del mundial). Entre los más solicitados, la bellísima Lupita Nyong'o, la nueva novia de América Jennifer Lawrence, la espectacular Charlize Theron o el renovado Matthew McConaughey.

A las 2:30 de la madrugada (hora española) daba comienzo la gala, presentada por Ellen DeGeneres (que se parece demasiado a nuestra Eva Hache...o es al revés?). Primer toque "quedabien" de la Academia ya que esta cómica-presentadora gusta a todo el mundo, no como el controvertido Seth McFarlaine, presentador del año pasado e invitado para atraer al público más joven. No obstante la señorita DeGeneres hizo todo lo posible para amenizar la gala, dando muestras de su capacidad comunicativa, jugando constantemente con el público: invitando a pizza a las estrellas, haciéndose un selfie con Cooper, Lawrence y compañía (y convirtiéndolo en la foto más retuiteada de la corta historia de Twitter) o, incluso atreviéndose a lanzar algunas "puyitas" a los presentes (echando de menos a Ricky Gervais). 


En el monólogo inicial de la presentadora se encontraba la clave de la noche cuando afirmó entre risas que "En está noche pueden pasar dos cosas: 1. Que gane 12 años de esclavitud. 2. Sois todos unos racistas". Pues dicho y hecho, ¿cuál era la película más premiable y con la que se daría una mejor imagen al mundo sin traicionar el rancio tradicionalismo de la Academia?, sin duda alguna era película era la dirigida por Steve McQueen: denuncia del error histórico más grave en la breve Historia de los EEUU (el año pasado se les olvidó, pasando de Lincoln y Django Unchained). Pero había más, una película que según la crítica y la propia Academia había cambiado la forma de hacer cine, Gravity, debía ser la otra triunfadora de la noche aunque eso significase ignorar al amado David O Russell o al siempre denostado Martin Scorsese (algo habrás hecho Marty). La película de Alfonso Cuarón se llevó siete premios, 6 técnicos y el de mejor director.


En el saco de nominadas a mejor película, otras siete que ya sabían de antemano que no iban a ganar. Captain Phillips, correcta en forma, entretenida pero irritante la forma en que se muestra (una vez más) al heroico pueblo norteamericano (la gala de ayer tenía como temática los héroes de carne y hueso, volvemos al trauma post 11-S). Her, una genial película del inquieto e imaginativo Spike Jonze, que se aparta del cine plano y vacío que se hace en la mayor industria del mundo, aportando y ampliando nuevas definiciones a las palabras relación, soledad o la eterna búsqueda del amor. El lobo de Wall Street y La gran estafa americana, dos películas de mucho ruido y pocas nueces, muy fácilmente premiables que pasaran sin pena ni gloria a la historia del cine, por mucho que los críticos se empeñen en ensalzar la primera. Dallas Buyers Club, la sempiterna historia de la persona de pocos recursos, que sufre una desgracia y que gracias a alguna genialidad y en contra de todas las adversidades, se forja su propio futuro y logra salir airoso, eso sí, esta vez elevada por unas actuaciones de dos actores en estado de gracia (Leto y McConaughey). Y faltaba, como todos los años, el espacio dedicado a las películas más pequeñas, para que no se diga que Hollywood sólo premia a las superproducciones que dan dinero. Philomena (que aún no he tenido la oportunidad de ver) y, sobre todo, Nebraska, para mi la mejor película de todas las que estaban nominadas. Historia sencilla pero de gran poder, un retrato complejo sobre la institución de la familia americana con un excelente Bruce Dern que se quedó con la miel en los labios. Haber premiado con la estatuilla a la genial película de Alexander Payne hubiese sido toda una revolución, una declaración de intenciones (a mi modo de ver en el sentido positivo) de que el cine americano no está muerto del todo. Por cierto, ¿donde estaba A propósito de Llewyn Davis de los hermanos Coen?, el otro gran suspiro del cine yankie que, ni se le vio, ni se le esperaba.

Pero la elección de la mejor película del año no fue la única confirmación de la noche de que esto huele a chamusquina, de que los premios estaban dados de antemano. Películas transgresoras y tremendamente políticas (muchísimo más que la superficial 12 años de esclavitud) como L'image Manquante de Rithy Panh, sobre los crímenes en masa en Camboya a finales de los 70; The Act of Killing, un documental terrible sobre la violencia en Indonesia o, compitiendo en la misma categoría que esta última, el comprometido documental The Square, clave para entender la actual revolución egipcia, se fueron de vacío. Quedó claro el miedo de la Academia a mezclar cine con política, sobre todo si esta política no es la suya... Así, en el premio a la mejor película de habla no inglesa, lo más fácil era premiar a la prepotente, pedante y narcisista La gran belleza (sigo sin entender el enorme éxito de esta película) o en la categoría documental hacer lo propio con el ameno A 20 pasos de la fama

Un ejemplo más del conservadurismo de la Academia fue el premio para Frozen en la categoría de mejor película de animación, donde competía con dos joyas como Ernest & Celestine o la última obra del maestro Hayao Miyazaki, The Wind Rises (aún sin estrenar en España). Aunque reconozco que Frozen es entretenida y muy recomendable para el público infantil, no es menos cierto que es bastante plana y superficial, mientras que las otras dos películas dan un paso al frente en compromiso y emotividad. No es lo mismo mejor película de animación que mejor película infantil, no sé si los señores académicos tiene esto demasiado claro.

Tampoco sé si tienen claro el concepto de fotografía en el cine. No creo que se deba meter en el mismo saco la fotografía clásica con la fotografía digital...el año pasado me resultó insultante el Óscar a La vida de Pi y este me pasa un poco de lo mismo con Gravity, sobre todo compitiendo contra The Grandmaster, una película con una fotografía sencillamente magistral. No estoy con esto desmereciendo a la fotografía digital, pero creo que se debería crear un premio aparte para esta categoría, ya que competencia hay de sobra.

Respecto a los premios a los actores, todos sabemos cuanto gusta el actor que cambia radicalmente su físico o que interpreta un papel de alguien enfermo o con una discapacidad y este año había dos que cumplían las dos características (y en la misma película), con lo que el premio estaba bastante cantado, eso sí, sin quitar mérito a la electrizante actuación del desaparecido Jared Leto y del profundamente renovado Matthew McConaughey. En cuanto a las actrices, el desgarrador papel de Lupita Nyong'o en 12 años de esclavitud y la profunda y psicológica interpretación de Cate Blanchet en Blue Jasmine bien valen sendas estatuillas.

Por último, otros premios cantados eran los referentes a mejor guión. Dejando aparte a Gravity, que no podía competir porque no tiene (o por lo menos lo esconde muy bien), era lógico pensar que el guión adaptado sería para 12 años de esclavitud (así de paso se potencian las ventas del libro del que últimamente he leído que es el "diario de Ana Frank" americano) y que el premio al mejor guión original sería para Spike Jonze y su alocada historia de la relación entre el hombre y la máquina (sistema operativo con la dulce voz de la Johansson en este caso).


En fin, gala previsible, premios más conservadores que nunca en un año que se podían haber roto moldes apostando por un cine con identidad propia pero, señoras y señores, esto es Hollywood, el templo del no pensar, del cine plano, de la exaltación del cine de masas y de la enésima negación del cine como arte: "the show must go on".



Todos los premios aquí












sábado, 8 de febrero de 2014

El cine de la estafa



El cine americano parece ponerse de acuerdo año tras año para diseccionar de forma conjunta un tema en concreto, analizándolo desde distintas ópticas con mayor o menor intensidad. El año pasado el tema estrella fue la esclavitud americana, el turbio y vergonzoso periodo que tuvo lugar en los siglos XVIII y XIX y que finalizó con la Guerra de Secesión Americana (1861-1865), más concretamente, con la Proclamación de la Independencia realizada por Abraham Lincoln en 1863. Iniciamos el año 2013 con los filmes Lincoln (Steven Spielberg) y Django Desencadenado (Quentin Tarantino) y lo acabamos, complementando el círculo, con 12 años de esclavitud (Steve McQueen). Por el medio, películas como El Mayordomo trataban de manera más superficial el asunto racial, aunque en épocas posteriores (1950-1990).

Este año que recién comienza parece que asistiremos a otro tema monumental: la crisis económica y las consecuencias de ésta, revestida de estafa o corrupción política. Dos películas han tomado ya la delantera El lobo de Wall Street (Martin Scorsese) y La gran estafa americana (David O. Russell), si bien ninguna de las dos parece desprenderse de la pereza de escarbar en temas más peliagudos, como puede ser indagar en el origen de todo este sinsentido y rebuscar en la basura de una sociedad corrupta al acecho de víctimas en un sistema económico debilitado desde dentro. 

El presente a través del pasado

La película de Scorsese transcurre entre los últimos años de la década de los 80 y los primeros años de los 90, época de tiburones en el agitado mar de Wall Street, ombligo financiero de todo el mundo. Un joven ambicioso, Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio), inspirado en un personaje real (el guión se basa en el libro escrito por el propio Jordan Belfort), ve una mina de oro en las jugosas comisiones que desprende la compraventa de acciones de empresas de bajo capital y rating que cotizan en los mercados secundarios (50% frente al 1% que se cobra con las grandes stocks americanas). Un pequeño empujoncito comprador desde diferentes puntos, hace que estas acciones de empresas de bajo capital se eleven como la espuma, reportando beneficios reales a los brokers (comisiones) y ficticios a los inversores (los timados) que, motivados por su "buena suerte" se lanzan en cadena a comprar más. En el momento en que el mercado pone a la empresa en su sitio (del que nunca debió salir), el humo vendido en su momento se evapora y lo único que queda es el dinerito fresco en los bolsillos de los timadores, perdón, comisionistas. Esto que parece tan lejano se puede complicar mucho más hasta el hecho de hacer "paquetitos" con la deuda de empresas de dudosa solvencia y repartirlos por todo el mundo en inversiones relativamente seguras, esto ya nos va sonando más ¿no?, sobre todo si le añadimos el adjetivo subprime o bonos basura.

Scorsese simplemente pasa por encima de este tema jugoso y que, a mi modo de ver, hubiese dado mucho más valor a la película (y no ha sido por falta de tiempo, desde luego, ya que se trata de 180 minutos de metraje final) en vez de centrarse única y exclusivamente en el personaje encarnado por DiCaprio para lucimiento del mismo. A este respecto, el filme tiene mucho más en común con El gran Gatsby (Baz Luhrmann, 2013) que con Wall Street (Oliver Stone, 1987) y ya no digamos con la genial Inside Job (Charles Ferguson). Es decir, se trata de un juego pirotécnico de tres horas centrado en la vida y milagros del lunático de turno, cargado de excentricidades y momentos en clave de humor sumamente absurdo. Con esto no quiero dar a entender que se trate de una mala película, técnicamente es espléndida y se nota la presencia de un genio como Scorsese detrás de las lentes, pero te deja frío, se echa de menos un análisis más profundo de las consecuencias de sus actos o del caldo de cultivo societario que favoreció la aparición de un personaje como este. Yendo aún más lejos, no se condena de una manera categórica a un personaje que debería resultar más repulsivo, o al menos al mismo nivel de escoria, que un asesino en serie, sino que incluso se le da una oportunidad de redención.
 
Retomando la variable tiempo, la película de David O. Russell transcurre mucho más atrás, concretamente en la cinematográfica década de los setenta (sí, los 70 tienen ese poder de revalorizar las historias) inspirada también en hechos reales y es que, tristemente, existen demasiados casos jugosos de corrupción y estafa susceptibles de ser llevados a la gran pantalla. Irving Rosenfeld, un reputado timador (Christian Bale), aquí disfrazado de prestamista, y su socia Sydney Prosser (Amy Adams) se dedican a dar pequeños pero constantes palos a sus clientes hasta que un agente del FBI (Bradley Cooper) les echa el guante. A partir de aquí, y para poder salvar su pellejo, deciden colaborar con el  ambicioso agente de la ley para destapar casos de corrupción a en las más altas esferas de la política local. O. Russell si parece querer profundizar más en la trama políctica y la fragilidad de ésta a la hora de aceptar sobornos para intereses propios. Hasta el alcalde de New Jersey Carmine Polito (Jeremy Renner) que parece dar su vida por sus ciudadanos acaba metido en asuntos tenebrosos, si bien parece actuar en favor de los votantes, lo hace mediante el uso de métodos muy discutibles y dudosos.

Estructuración del filme y construcción de personajes

Ambos directores plantean discursos en los se aborda el metacine, si bien Scorsese recurre principalmente a su propia obra mientras que la película de O. Russell toma prestadas escenas de diversa índole, actualizándolas: desde el cine del propio Scorsese hasta los bailes de Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977), pasando por Boogie Nights (P.T. Anderson, 1997) o Chantaje en Hollywood (Alexander Mackendick, 1957). En la película de Scorsese parece recrearse todo el cine de gangsters tan característico del director, es decir, un personaje que empieza desde lo más bajo, asciende demostrando su valía, crea un imperio y después se desmorona, cerrando el círculo vital. Todo esto con un tono intencionadamente masculino, audiencia más propensa a disrutar con el cine del director de Uno de los nuestros (1990). 
 

Scorsese siempre ha tenido la osadía de acercar a la audiencia personajes que, de encontrarnoslos en la vida real, nos resultarían altamente desagradables y condenables, pero todos hemos estado del lado de Travis Bickle en Taxi Driver (1976) o del Sam Rothstein de Casino (1995), gracias al profundo tratamiento psicológico y riqueza del personaje, sin duda una de las notas más características del cine del director. Sin embargo la extravagancia y el histrionismo rayano lo absurdo con el que se trata a Jordan Belfort, nos aleja del personaje de El lobo de Wall Street, convirtiéndolo en un chiste, una suerte de clown moderno con una dosis elevada de infantilismo e inmadurez. Las drogas, las malas compañías o la prostitución resultan impactantes y relevantes cuando se usan para explicar y definir al personaje, no como simple comparsa al servicio del mero disfrute y provocación. El problema de este filme es que se juega todas sus cartas a una única figura, con lo que tres horas de metraje resultan exageradas, en las que las situaciones se repiten insistentemente sin aportar nada nuevo. Fiestas, desmadres, excentricidades, discursos motivadores y excesos, todo se repite una y otra vez, con una exageración progresiva que acaba cansando, a pesar de que las dos primeras horas resulten de un ritmo realmente trepidante. DiCaprio se mueve en su zona de comfort y se nota, puede dar rienda suelta a la excentricidad y sobreactuación de la que siempre ha dado buena muestra.

David O. Russell, como ya hemos comentado, toma como referencia, entre otros, al propio Scorsese (ofreciendo un guiño continuista con la aparición de Rober de Niro encarnando a un personaje similar al James Conway de Uno de los nuestros), confecciona también una historia de estafas que se dan cabida en un guión en el que se invoca a El Golpe y a las películas clásicas de género de timadores, pero en la que todo se hace de repente demasiado lioso, a la vez que previsible. Los actores toman las riendas del filme (algo de lo que suele pecar el cine de O. Russell) en beneficio personal, para lucimiento propio, desvirtuando y complicando innecesariamente el guión y convirtiendo la película en un mero decorado. Un ejemplo claro es Jennifer Lawrence, niña mimada del director y de Hollywood en general, cuyo papel aporta frescor cuando la película más lo demanda, pero que su abusiva presencia y su necesidad de copar protagonismo constante acaba resultando cansina y desviatoria de la hitoria principal, creando un clima de confusión y fuera de tono. No obstante, la construcción de personajes en La gran estafa americana es más compleja que en la película de Scorsese, al estilo de las espléndidas canciones de su acertada banda sonora, dando como resultado una película con un punto más crítico y comprometido.

La realidad vista desde la óptica de la comedia

Curiosamente ambos directores han optado por relatar este drama internacional revestido de comedia, si bien en este caso el alumno se muestra más inspirado que su maestro, ya que los toques de humor de La gran estafa americana resultan más complejos e irónicos con diálogos más elaborados y profundos. El humor de El lobo de Wall Street se basa en la repetición de gags, el uso de frases ingeniosas que acaban resultando repetitivas y la filmación de situaciones forzadas, tanto a nivel de excesos como moviéndose en el terreno de lo absurdo. Scorsese ridiculiza en extremo a los personajes de su película intentando enfatizar una crítica inexistente o muy difusa hacia el mundo de los brokers y su ambición desmesurada, sin embargo el resultado no acaba de resultar convincente, como sí lo hizo en su día, por poner un ejemplo maestro, Stanley Kubrick con su ingeniosa y atrevida ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964), realizando una desgarradora a la vez que divertida crítica antibelicista, que se podía extrapolar de manera universal al ser humano como individuo y como grupo.

Por contra, el humor con tintes negros, poniendo en evidencia los arquetipos del cine de género de la estafa y revelando la impostura, tanto del propio filme como de la vida en general, de La gran estafa americana resulta gratamente acertado. La película en ningún momento pretende realizar testimonio de un hecho con ecos de realidad, y lo deja claro desde la primera escena, en la que un desgalichado Christian Bale (con sobrepeso incluído) se coloca un peluquín, preámbulo de un guión cargado de falsas apariencias, embustes y disfraces.




El revuelo que están generando ambas películas no parece acorde con la relevancia cinematográfica y social de éstas. Se trata de dos aceptables y entretenidas películas pero que no han sabido profundizar en el escabroso tema en el que se adentran (como le pasaba a 12 años de esclavitud) no obstante, eso sí, resultan altamente golosas para la Academia y, por lo tanto, fácilmente oscarizables. Ni Scorsese ha sabido retomar sus clásicos de los 90 ni el adorado por la academia David O. Rusell parece corroborar las buenas sensaciones de su filme The Fighter (2010), tiradas por la borda en la fallida El lado bueno de las cosas (2012), una obra simplona con pretensiones de gran película (mimbres tenía de sobra para ello).

Tras su visionado, queda la sensación de que, en cierta medida, los estafados hemos sido nosotros, los espectadores, eso sí, algo parece sacarse en claro: no todo vale en la ansiada búsqueda del sueño americano.

Daniel Reigosa