miércoles, 24 de diciembre de 2014

Resumen cinematográfico del 2014



 Se cierra un año de buen cine, un año en que directores consagrados como Wong Kar-wai, Jim Jarmush, Richard Linklater, Wes Anderson, Jean-Pierre y Luc Dardenne, Alexander Payne o Nuri Bilge Ceylan convivieron con potentes y prometedores directores noveles como James Ward ByrkitBenedikt ErlingssonDiederik Ebbinge, Carlos Vermut o Jan Ole GersterUn año en que las lágrimas por la jubilación de un maestro como Hayao Miyazaki se secaron a golpe de viento y vuelos de aviones de diseño, y en el que el imaginario de sueños que es el Studio Ghibli demostró quedar en buenas manos. Un año en que se consolidó la brecha entre cine-espectáculo y cine-arte, pero que Xavier Dolan ha sabido combinar de manera explosiva en la catarsis que es Mommy. Un año en que los dos directores más admirados por la nueva cinefagia, Christopher Nolan y David Fincher, demostraron, una vez más, estar más cerca del artefacto que de la reflexión.

Un año que nos deja muchas conclusiones a nivel cinematográfico, pero que tres merecen una atención especial: El retrato de las dificultad del paso de la juventud a la madurez en el mundo contemporáneo, la consolidación de un cine de ciencia ficción de bajo presupuesto y el triunfo de formatos poco convencionales.

1. El cine como reflexión de una juventud perdida

El cine es reflejo de la sociedad contemporánea, inevitablemente. A este respecto, lleva tiempo tratando el tema de la desorientación en el paso de la juventud a la madurez, propiciada por la falta de empleo, la desmotivación o la pérdida de valores de la sociedad en su conjunto. Por definición, se sitúa el fin de la juventud en torno a los 28-30 años, edad hasta la que se pueden justificar ciertas decisiones y hasta la que existe una comprensión paternalista de los errores pero que, a partir de ahí, a uno se le juzga de distinta manera. El problema viene cuando, en la sociedad actual, las referencias hacia atrás y hacia delante son contradictorias. Vivimos en una sociedad viciada que no hemos creado, pero que se espera que solucionemos, perdidos en un oasis capitalista en el que es más importante cómo te ve la sociedad a estar a gusto con uno mismo. Una sociedad que tiene puestas las esperanzas en los nuevos adultos, lo que supone una presión añadida para una juventud no preparada emocionalmente y con elevado miedo al fracaso.

Varias películas tratan este tema de manera brillante, pero cabría destacar tres que dialogan de manera prodigiosa entre si: Oslo, 31 de Agosto (Joachim Trier), Oh Boy! (Jan Ole Gerster) y Frances Ha (Noah Baumbach).

Las tres películas sitúan a sus protagonistas en la época de la vida en la que se adquieren nuevas responsabilidades, después de un largo período de formación académica y emocional. Oh Boy! y Oslo... optan por narrar lo que pasa en un día, escogido al azar aparentemente en el caso de la alemana y estratégicamente seleccionado en el caso de la danesa (el día en el que sale por permiso de la institución en la que está recluido el protagonista). Mostrándonos sólo lo que ocurre en unas breves horas se percibe la fragilidad de la persona y la completa desorientación en una vida en a que los mayores o no saben o no son capaces de guiar y en la que existe una falta notable de referentes. Frances Ha opta por narrar un período más largo en que se nos cuenta la transición en la vida de la protagonista de los valores infantiles (rechazo a madurar, actitud despreocupada, etc.) hasta la completa pérdida de ellos en la integración en un mundo que no la comprende, pero del que acaba formando parte como uno más, renunciando a todo tipo de metas personales y convirtiéndose en lo que la sociedad espera de ella.

Las tres muestran un tono marcadamente pesimista, si bien en Oh Boy! y Frances Ha está más disimulado, a través del uso de la ironía y el humor (negro en muchas ocasiones, sarcástico en otras). En Oslo… el pesimismo impregna la película desde el primer fotograma pero, probablemente, es la que aporta una reflexión más profunda. Frances Ha supone una lucha constante entre los deseos y la realidad, el abandono de la ingenuidad para dar paso a las convenciones sociales. El personaje de Oh Boy!, en cambio, sí muestra una predisposición inicial a entrar en el juego adulto, pero es la propia sociedad la que le aparta de el.


2. Nuevos paradigmas de la ciencia ficción

La inmensa espiral tecnológica en la que vivimos inmersos contribuye a desatar la imaginación de escritores y cineastas sobre dónde se encuentran realmente los límites del conocimiento humano. El cine y la literatura, principalmente, se han encargado históricamente de expandir dichos límites mientras que la ciencia avanzaba un paso por detrás. El cine de ciencia ficción nació ya con el cine mudo (Viaje a la Luna, Georges Méliès, 1902) y con cierto tono humorístico, mientras que tras la invención del cine sonoro y hasta la década de 1950 el género se desvirtuó considerablemente, pasando a convertirse en producciones de serie B de bajo presupuesto. Las décadas de 1960-1980 supusieron la época dorada del género, en la que se aunaron calidad y grandes superducciones dando como resultado obras cumbres del género como 2001, Una odisea en el espacio (2001, A Space Odissey Stantey Kubribk, 1967), Solaris (Solyaris, Andrei Tarkovski, 1972), Blade Runner (ídem, Ridley Scott, 1982) o Terminator (The Terminator, James Cameron, 1984).

El cine de ciencia ficción se ha utilizado en ocasiones para comentarios críticos de aspectos políticos o sociales, y la exploración de cuestiones filosóficas como la definición del ser humano. La ciencia ficción se ha ido transformando paulatinamente desde un género respetado hasta reducirlo a mero disfrute comercial, resultando uno de los géneros más prostituídos de la actualidad.

El reciente esteno de Interstellar (ídem, 2014) del vanagloriado -por las masas- director Christopher Nolan, ha revitalizado el debate sobre la ciencia ficción. El director de la trilogía de El Caballero Oscuro (2005-2012) ha irrumpido con fuerza en el panorama fílmico con su nueva película, levantando pasiones (estuvo durante un breve lapso de tiempo como mejor película de la historia en IMDB) y aversiones a partes iguales. Pero más allá del efecto Nolan, basado en abusar de subtramas, trampas y fuegos artificiales (aquí más comedido que en otras ocasiones), la historia que plantea en Interstellar se presenta previsible, paródica y con multitud de agujeros (no necesariamente negros), lo que da como resultado una trama simplona pero vestida con un carísimo traje de seda. No nos engañemos, Interstellar trata fundamentalmente del amor -entre padre e hija- y contiene un mensaje extremadamente moralista al que Nolan reviste de vacua complejidad. La última media hora de las larguísimas tres que dura el filme (y que no voy a revelar aquí) y la subtrama que protagoniza Matt Damon son de una torpeza tal, que acaban declinando la balanza en su contra logrando contrarrestar los aciertos que contiene. La película es capaz de asombrar solo cuando respira libre y logra desprenderse del abigarramiento que la envuelve, es decir, los momentos en los que la nave vaga por el espacio -aunque el omnipresente Hans Zimmer no nos permita saborear el silencio galáctico en ningún momento-, y en aquellos en los que la historia transita en línea con su argumento principal.

Pero más allá de vacuas superproducciones y excluyendo las prolíficas películas de animación japonesas o las eternas sagas de superhéroes, la ciencia ficción en términos más tradicionales vive uno de sus momentos más dulces desde el esteno de Gravity (Alfonso Cuarón, 2013) hasta el reciente de Interstellar -pasando por Al filo del mañana (Edge of Tomorrow, Doug Liman, 2014)-. Durante este año hemos asistido a diversas formas de narrar los viajes temporales, la teoría gravitacional, los portales dimensionales o las luchas de clases en escenarios futuristas, ente otros variopintos argumentos.

Frente a las grandes superproducciones americanas existe desde hace tiempo una corriente, que bien podríamos denominar Low Sci-Fi, que se abre paso a base de atractivas ideas, elaborados guiones y moderados presupuestos. A este respecto cabe señalar que no siempre el término superproducción va asociado a una previsible pérdida de calidad, como demuestra Bong Joon-ho con su ultimo filme Rompenieves (Snowpiercer, 2014). El director coreano se empeña en seguir rompiendo las reglas establecidas de los distintos tipos de géneros cinematográficos y, en esta ocasión, nos ofrece un filme con tintes posapocalípticos en el que retrata a una sociedad distópica a bordo de un tren que aglutina a una selección clasista de supervivientes. Bong Joon-ho ofrece su particular visión del cine de catástrofes añadiendo grandes dosis de crítica socio-política, consiguiendo nuevos hitos en este cine de género, eliminando los convencionalismos puros y obteniendo un cine más anárquico, con una enorme capacidad de sorpresa.

Allá por abril, Upstream Color (ídem, 2013) del director Shane Carruth, demostró que en este género se hace cada vez más importante la presencia de un buen guión por encima de los elevados presupuestos de fuegos artificiales de grandes producciones de cine, especialmente americano. Por su parte, El Congreso (The Congress, 2014) del realizador iraní Ari Folman nos planteó un futuro en que los actores se vuelven prescindibles gracias a copias digitales de ellos mismos. Una dura reflexión sobre la impostura del sistema y su preocupante pérdida de valores en pro de la obtención de unos dólares extras.

Pero sin duda la apuesta más excitante en este ámbito es la de Coherence (ídem, 2013), de James Ward Byrkit que con un guión compacto y complejo consigue hacer una gran película de ciencia ficción sin salir prácticamente del salón de una casa, en una de las operas primas más sorprendentes y apasionantes de los últimos tiempos. Toda una lección de cine a bajo presupuesto.

3. Triunfo de los formatos alternativos

Frente a la estandarización del cine –algo sumamente curioso en un momento en que lo digital facilita la multitud de formatos, bien sea por motivos económicos o técnicos- han surgido en 2014 diversas propuestas interesantes que merece la pena comentar.

Si bien no resulta extraño encontrar en los últimos años películas en blanco y negro, utilizado éste como elemento reflexivo de puesta escena -no sólo como componente estético-, o propuestas en celuloide, los formatos que difieren del ratio 16/9 o panorámico sí representan anomalías en los sistemas de producción actuales.

A este respecto, tres películas fundamentales en 2014 han renunciado a los ratios convencionales para dar forma a sus historias, todas ellas con una justificación clara y concisa.

Ida (ídem, 2013) de Pawel Pawlikovski relata la historia de una monja novicia huérfana a la que le surgen dudas sobre su vida al enterarse de un oscuro secreto familiar. El formato 4:3 y el uso del blanco y negro, aparte de alimentar el imaginario de esa época, sirve para expresar formalmente el mundo interior de la protagonista. Los cuidadosos encuadres y las composiciones simétricas hablan más del rígido mundo al que pertenece que los propios diálogos del filme.

Jauja (ídem, 2014) del argentino Lisandro Alonso elabora una compleja obra con tintes elegíacos en la que el uso del formato 1.1,37 con bordes redondeados nos implica en la perfección del lenguaje, y nos transporta a un pasado biográfico en el que parecen rememorarse las diapositivas de la infancia.

Por último, Mommy (ídem, 2014) del jovencísimo director quebequés Xavier Dolan utiliza una apuesta más arriesgada si cabe: un formato 1.1 que parece convertirse en vertical debido a la asimilación de formatos horizontales que inundan nuestro imaginario actual. El uso de este singular formato consigue enclaustrar a los personajes, eliminar los elementos superfluos y, sobre todo, supone el ratio perfecto para ahondar en el retrato. 

Daniel Reigosa

lunes, 15 de diciembre de 2014

JAUJA (Lisandro Alonso, 2014)



El cine como arte: una búsqueda a tres niveles

by Daniel Reigosa










En un primer visionado, Jauja se revela incontestablemente como una película que reclama una atención especial, con un lenguaje codificado del que se puede extraer una lectura que va más allá de las primeras apariencias. Los siguientes visionados permiten captar la intensidad de su narración, la poesía de sus imágenes o la admirable capacidad de su director para moverse en el plano físico y en el metafísico.

El argumento se presenta aparentemente sencillo: un capitán danés (Gunnar Dinersen/Viggo Mortensen) es reclamado en un remoto puesto militar en la Patagonia durante la llamada Conquista del Desierto, una sangrienta campaña militar llevada a cabo entre 1878 y 1885 por el gobierno de la República Argentina contra los pueblos aborígenes que controlaban la zona. El capitán Dinersen viaja con su hija de 15 años (Ingeborg/Viilbjørk Malling Agger), la cual se enamora de un soldado raso argentino con el que logra escapar. El padre inicia así su particular búsqueda en solitario por las áridas tierras de la Patagonia argentina que ocupara el grueso de la película, pero en la que cada paso dado al frente en busca de su objetivo, parecerá alejarlo cada vez más de él.

Jauja supone un nuevo punto de partida para el complejo y reflexivo cine del director argentino Lisandro Alonso, ya que cuenta por vez primera con actores profesionales, la presencia de un guión, música extradiegética y una trama con un fuerte componente narrativo. No obstante, el trabajo sobre el silencio (y en contraposición, la pesadez de las palabras) o la relación del hombre con su entorno son temas recurrentes en su filmografía que también están presentes en esta, su quinta película.

Ante todo Jauja representa una búsqueda, como bien indican los intertítulos iniciales, pero Alonso nos propone una búsqueda a tres niveles, en tres dimensiones esenciales para entender el arte cinematográfico. Tal y como decía Tarkovski: “con la ayuda del cine se pueden tratar las cuestiones más complejas del presente a un nivel que durante siglos ha sido propio de la literatura, la música o la pintura”. Esta es una de las claves para elevar al cine a cotas de arte verdadero y Lisandro Alonso parece claramente remar en esta dirección. Y es que, en esencia, Jauja es una película que nos habla del cine: bien como referencia, a través del propio cine; bien como elemento analítico del ser humano y su sociedad; o bien como exploración del terreno sensorial.

La primera lectura de la película es una lectura marcadamente metacinematográfica, el cine como obra referenciada y referencial. Lisandro Alonso establece su particular “Jauja”, en la búsqueda de la perfección del lenguaje cinematográfico. La filmación en celuloide y el formato 1:1,37 con los bordes redondeados -imitando la apariencia de una diapositiva-, no hace más que ahondar en esta primera lectura. En ocasiones, Jauja se acerca al terreno del western clásico, recordando a alguna película de John Ford, mientras que en otras parece converger con el cine de Tarkovski, probablemente el director cuyas referencias resultan más evidentes. Pero en Jauja están presentes la pesadez de las palabras de Dreyer, la sensorialidad y limpieza de Bresson, el realismo poético de Renoir, la exploración de los espacios de Antonioni o la profundidad en los diálogos de Bergman. También se dan cabida escenas que parecen sacadas de los tiempos de la censura, con otras que evocan a cierto tipo de cine contemporáneo. Las secuencias de la masturbación del teniente Pittaluga (Diego Román), con el pañuelo blanco ondeando al viendo en el momento de la eyaculación, o la del encuentro sexual entre Ingeborg y el soldado Corto (su amante) con las espigas de trigo erizadas y moviéndose suavemente, recuerdan los quiebros que directores como Ernst Lubitsch o Leo McCarey ideaban para sortear de manera ingeniosa la censura del momento. Por otro lado, la escena de la cueva parece importada directamente de una película de David Lynch, así como su arriesgado y sinóptico epílogo remite a un cine mucho más actual.


En segunda instancia, Alonso propone una búsqueda puramente filosófica, de marcada corriente existencialista. El director, a su vez, analiza la relación del ser humano con la naturaleza, pasando de una cierta notoriedad en plano a una progresiva dilución entre los paisajes. El homérico viaje que emprende el protagonista en busca de su hija supone, a la vez, un viaje interior y un viaje por las vicisitudes del ser humano. Alonso contrapone lo humano frente a lo salvaje, lo civilizado frente a los instintos puramente animales, la hermosa juventud frente al desgaste del tiempo, esto último tras una bellísima elipsis que contiene un mágico y anacrónico momento musical. Precisamente es el momento musical (compuesto por el propio Viggo Mortensen en asociación con su compañero de aventuras musicales, el guitarrista experimental Buckethead) el que supone un paréntesis en la narración. Tras él, nada será igual, el entorno y el propio personaje han cambiado, la naturaleza se endurece, los rasgos de la vejez se hacen más notorios en la cansada cara del capitán danés. Un perro aparentemente abandonado marca el inicio de una vesanía que perdurará hasta el final del filme. Caminos y piedras, dificultades y paso del tiempo. Un avistamiento, un grito ahogado. Nadie responde, prosigue la búsqueda.  La extraña escena en la que el personaje se encuentra con la anciana señora remite directamente al teatro: somos actores, observados mientras perdemos la oportunidad de disfrutar de nuestra propia vida, sin darnos cuenta de las cosas realmente importantes, como ver crecer a una hija. Nuestro inusual héroe tiene un sueño, encontrar a su hija, alcanzar lo que le hace feliz, pero cada paso que da en esa dirección le hace alejarse cada vez más.

Por último, una tercera búsqueda nos habla de lo tangible, de la función primigenia del cine, que lo ensalza como elemento netamente sensorial. Aquí juega un papel fundamental la fotografía de Timo Salminen, pero también el maravilloso y cuidado aspecto sonoro. La fisicidad de cada plano supone una exploración de los sentidos. Sentimos cada palabra, pesada, densa, amarga, innecesaria (hablamos demasiado, comenta en una de las escenas iniciales el teniente Pittalunga), tropezamos en cada piedra del tortuoso camino, nos rasgamos las mano en cada ascensión, sentimos el calor en cada aliento y acusamos la fatiga del viaje, potenciada por unos planos provocadamente largos que ponen a prueba nuestra paciencia como espectador, pero que resultan una experiencia altamente gratificante.

El maravilloso epílogo, aparte de servir de  elaborada conclusión, tiene también una lectura en los tres niveles anteriormente analizados, pero es lo suficientemente ambiguo para dejar paso a la libre interpretación. Una última imagen conecta directamente con la primera escena de la película, una referencia circular que simboliza esa búsqueda del futuro sin disfrutar del presente, una búsqueda que nos aleja cada vez más de nuestro objetivo. Es un lucha interminable, imposible, circular.