lunes, 15 de diciembre de 2014

JAUJA (Lisandro Alonso, 2014)



El cine como arte: una búsqueda a tres niveles

by Daniel Reigosa










En un primer visionado, Jauja se revela incontestablemente como una película que reclama una atención especial, con un lenguaje codificado del que se puede extraer una lectura que va más allá de las primeras apariencias. Los siguientes visionados permiten captar la intensidad de su narración, la poesía de sus imágenes o la admirable capacidad de su director para moverse en el plano físico y en el metafísico.

El argumento se presenta aparentemente sencillo: un capitán danés (Gunnar Dinersen/Viggo Mortensen) es reclamado en un remoto puesto militar en la Patagonia durante la llamada Conquista del Desierto, una sangrienta campaña militar llevada a cabo entre 1878 y 1885 por el gobierno de la República Argentina contra los pueblos aborígenes que controlaban la zona. El capitán Dinersen viaja con su hija de 15 años (Ingeborg/Viilbjørk Malling Agger), la cual se enamora de un soldado raso argentino con el que logra escapar. El padre inicia así su particular búsqueda en solitario por las áridas tierras de la Patagonia argentina que ocupara el grueso de la película, pero en la que cada paso dado al frente en busca de su objetivo, parecerá alejarlo cada vez más de él.

Jauja supone un nuevo punto de partida para el complejo y reflexivo cine del director argentino Lisandro Alonso, ya que cuenta por vez primera con actores profesionales, la presencia de un guión, música extradiegética y una trama con un fuerte componente narrativo. No obstante, el trabajo sobre el silencio (y en contraposición, la pesadez de las palabras) o la relación del hombre con su entorno son temas recurrentes en su filmografía que también están presentes en esta, su quinta película.

Ante todo Jauja representa una búsqueda, como bien indican los intertítulos iniciales, pero Alonso nos propone una búsqueda a tres niveles, en tres dimensiones esenciales para entender el arte cinematográfico. Tal y como decía Tarkovski: “con la ayuda del cine se pueden tratar las cuestiones más complejas del presente a un nivel que durante siglos ha sido propio de la literatura, la música o la pintura”. Esta es una de las claves para elevar al cine a cotas de arte verdadero y Lisandro Alonso parece claramente remar en esta dirección. Y es que, en esencia, Jauja es una película que nos habla del cine: bien como referencia, a través del propio cine; bien como elemento analítico del ser humano y su sociedad; o bien como exploración del terreno sensorial.

La primera lectura de la película es una lectura marcadamente metacinematográfica, el cine como obra referenciada y referencial. Lisandro Alonso establece su particular “Jauja”, en la búsqueda de la perfección del lenguaje cinematográfico. La filmación en celuloide y el formato 1:1,37 con los bordes redondeados -imitando la apariencia de una diapositiva-, no hace más que ahondar en esta primera lectura. En ocasiones, Jauja se acerca al terreno del western clásico, recordando a alguna película de John Ford, mientras que en otras parece converger con el cine de Tarkovski, probablemente el director cuyas referencias resultan más evidentes. Pero en Jauja están presentes la pesadez de las palabras de Dreyer, la sensorialidad y limpieza de Bresson, el realismo poético de Renoir, la exploración de los espacios de Antonioni o la profundidad en los diálogos de Bergman. También se dan cabida escenas que parecen sacadas de los tiempos de la censura, con otras que evocan a cierto tipo de cine contemporáneo. Las secuencias de la masturbación del teniente Pittaluga (Diego Román), con el pañuelo blanco ondeando al viendo en el momento de la eyaculación, o la del encuentro sexual entre Ingeborg y el soldado Corto (su amante) con las espigas de trigo erizadas y moviéndose suavemente, recuerdan los quiebros que directores como Ernst Lubitsch o Leo McCarey ideaban para sortear de manera ingeniosa la censura del momento. Por otro lado, la escena de la cueva parece importada directamente de una película de David Lynch, así como su arriesgado y sinóptico epílogo remite a un cine mucho más actual.


En segunda instancia, Alonso propone una búsqueda puramente filosófica, de marcada corriente existencialista. El director, a su vez, analiza la relación del ser humano con la naturaleza, pasando de una cierta notoriedad en plano a una progresiva dilución entre los paisajes. El homérico viaje que emprende el protagonista en busca de su hija supone, a la vez, un viaje interior y un viaje por las vicisitudes del ser humano. Alonso contrapone lo humano frente a lo salvaje, lo civilizado frente a los instintos puramente animales, la hermosa juventud frente al desgaste del tiempo, esto último tras una bellísima elipsis que contiene un mágico y anacrónico momento musical. Precisamente es el momento musical (compuesto por el propio Viggo Mortensen en asociación con su compañero de aventuras musicales, el guitarrista experimental Buckethead) el que supone un paréntesis en la narración. Tras él, nada será igual, el entorno y el propio personaje han cambiado, la naturaleza se endurece, los rasgos de la vejez se hacen más notorios en la cansada cara del capitán danés. Un perro aparentemente abandonado marca el inicio de una vesanía que perdurará hasta el final del filme. Caminos y piedras, dificultades y paso del tiempo. Un avistamiento, un grito ahogado. Nadie responde, prosigue la búsqueda.  La extraña escena en la que el personaje se encuentra con la anciana señora remite directamente al teatro: somos actores, observados mientras perdemos la oportunidad de disfrutar de nuestra propia vida, sin darnos cuenta de las cosas realmente importantes, como ver crecer a una hija. Nuestro inusual héroe tiene un sueño, encontrar a su hija, alcanzar lo que le hace feliz, pero cada paso que da en esa dirección le hace alejarse cada vez más.

Por último, una tercera búsqueda nos habla de lo tangible, de la función primigenia del cine, que lo ensalza como elemento netamente sensorial. Aquí juega un papel fundamental la fotografía de Timo Salminen, pero también el maravilloso y cuidado aspecto sonoro. La fisicidad de cada plano supone una exploración de los sentidos. Sentimos cada palabra, pesada, densa, amarga, innecesaria (hablamos demasiado, comenta en una de las escenas iniciales el teniente Pittalunga), tropezamos en cada piedra del tortuoso camino, nos rasgamos las mano en cada ascensión, sentimos el calor en cada aliento y acusamos la fatiga del viaje, potenciada por unos planos provocadamente largos que ponen a prueba nuestra paciencia como espectador, pero que resultan una experiencia altamente gratificante.

El maravilloso epílogo, aparte de servir de  elaborada conclusión, tiene también una lectura en los tres niveles anteriormente analizados, pero es lo suficientemente ambiguo para dejar paso a la libre interpretación. Una última imagen conecta directamente con la primera escena de la película, una referencia circular que simboliza esa búsqueda del futuro sin disfrutar del presente, una búsqueda que nos aleja cada vez más de nuestro objetivo. Es un lucha interminable, imposible, circular.

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