sábado, 8 de febrero de 2014

El cine de la estafa



El cine americano parece ponerse de acuerdo año tras año para diseccionar de forma conjunta un tema en concreto, analizándolo desde distintas ópticas con mayor o menor intensidad. El año pasado el tema estrella fue la esclavitud americana, el turbio y vergonzoso periodo que tuvo lugar en los siglos XVIII y XIX y que finalizó con la Guerra de Secesión Americana (1861-1865), más concretamente, con la Proclamación de la Independencia realizada por Abraham Lincoln en 1863. Iniciamos el año 2013 con los filmes Lincoln (Steven Spielberg) y Django Desencadenado (Quentin Tarantino) y lo acabamos, complementando el círculo, con 12 años de esclavitud (Steve McQueen). Por el medio, películas como El Mayordomo trataban de manera más superficial el asunto racial, aunque en épocas posteriores (1950-1990).

Este año que recién comienza parece que asistiremos a otro tema monumental: la crisis económica y las consecuencias de ésta, revestida de estafa o corrupción política. Dos películas han tomado ya la delantera El lobo de Wall Street (Martin Scorsese) y La gran estafa americana (David O. Russell), si bien ninguna de las dos parece desprenderse de la pereza de escarbar en temas más peliagudos, como puede ser indagar en el origen de todo este sinsentido y rebuscar en la basura de una sociedad corrupta al acecho de víctimas en un sistema económico debilitado desde dentro. 

El presente a través del pasado

La película de Scorsese transcurre entre los últimos años de la década de los 80 y los primeros años de los 90, época de tiburones en el agitado mar de Wall Street, ombligo financiero de todo el mundo. Un joven ambicioso, Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio), inspirado en un personaje real (el guión se basa en el libro escrito por el propio Jordan Belfort), ve una mina de oro en las jugosas comisiones que desprende la compraventa de acciones de empresas de bajo capital y rating que cotizan en los mercados secundarios (50% frente al 1% que se cobra con las grandes stocks americanas). Un pequeño empujoncito comprador desde diferentes puntos, hace que estas acciones de empresas de bajo capital se eleven como la espuma, reportando beneficios reales a los brokers (comisiones) y ficticios a los inversores (los timados) que, motivados por su "buena suerte" se lanzan en cadena a comprar más. En el momento en que el mercado pone a la empresa en su sitio (del que nunca debió salir), el humo vendido en su momento se evapora y lo único que queda es el dinerito fresco en los bolsillos de los timadores, perdón, comisionistas. Esto que parece tan lejano se puede complicar mucho más hasta el hecho de hacer "paquetitos" con la deuda de empresas de dudosa solvencia y repartirlos por todo el mundo en inversiones relativamente seguras, esto ya nos va sonando más ¿no?, sobre todo si le añadimos el adjetivo subprime o bonos basura.

Scorsese simplemente pasa por encima de este tema jugoso y que, a mi modo de ver, hubiese dado mucho más valor a la película (y no ha sido por falta de tiempo, desde luego, ya que se trata de 180 minutos de metraje final) en vez de centrarse única y exclusivamente en el personaje encarnado por DiCaprio para lucimiento del mismo. A este respecto, el filme tiene mucho más en común con El gran Gatsby (Baz Luhrmann, 2013) que con Wall Street (Oliver Stone, 1987) y ya no digamos con la genial Inside Job (Charles Ferguson). Es decir, se trata de un juego pirotécnico de tres horas centrado en la vida y milagros del lunático de turno, cargado de excentricidades y momentos en clave de humor sumamente absurdo. Con esto no quiero dar a entender que se trate de una mala película, técnicamente es espléndida y se nota la presencia de un genio como Scorsese detrás de las lentes, pero te deja frío, se echa de menos un análisis más profundo de las consecuencias de sus actos o del caldo de cultivo societario que favoreció la aparición de un personaje como este. Yendo aún más lejos, no se condena de una manera categórica a un personaje que debería resultar más repulsivo, o al menos al mismo nivel de escoria, que un asesino en serie, sino que incluso se le da una oportunidad de redención.
 
Retomando la variable tiempo, la película de David O. Russell transcurre mucho más atrás, concretamente en la cinematográfica década de los setenta (sí, los 70 tienen ese poder de revalorizar las historias) inspirada también en hechos reales y es que, tristemente, existen demasiados casos jugosos de corrupción y estafa susceptibles de ser llevados a la gran pantalla. Irving Rosenfeld, un reputado timador (Christian Bale), aquí disfrazado de prestamista, y su socia Sydney Prosser (Amy Adams) se dedican a dar pequeños pero constantes palos a sus clientes hasta que un agente del FBI (Bradley Cooper) les echa el guante. A partir de aquí, y para poder salvar su pellejo, deciden colaborar con el  ambicioso agente de la ley para destapar casos de corrupción a en las más altas esferas de la política local. O. Russell si parece querer profundizar más en la trama políctica y la fragilidad de ésta a la hora de aceptar sobornos para intereses propios. Hasta el alcalde de New Jersey Carmine Polito (Jeremy Renner) que parece dar su vida por sus ciudadanos acaba metido en asuntos tenebrosos, si bien parece actuar en favor de los votantes, lo hace mediante el uso de métodos muy discutibles y dudosos.

Estructuración del filme y construcción de personajes

Ambos directores plantean discursos en los se aborda el metacine, si bien Scorsese recurre principalmente a su propia obra mientras que la película de O. Russell toma prestadas escenas de diversa índole, actualizándolas: desde el cine del propio Scorsese hasta los bailes de Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977), pasando por Boogie Nights (P.T. Anderson, 1997) o Chantaje en Hollywood (Alexander Mackendick, 1957). En la película de Scorsese parece recrearse todo el cine de gangsters tan característico del director, es decir, un personaje que empieza desde lo más bajo, asciende demostrando su valía, crea un imperio y después se desmorona, cerrando el círculo vital. Todo esto con un tono intencionadamente masculino, audiencia más propensa a disrutar con el cine del director de Uno de los nuestros (1990). 
 

Scorsese siempre ha tenido la osadía de acercar a la audiencia personajes que, de encontrarnoslos en la vida real, nos resultarían altamente desagradables y condenables, pero todos hemos estado del lado de Travis Bickle en Taxi Driver (1976) o del Sam Rothstein de Casino (1995), gracias al profundo tratamiento psicológico y riqueza del personaje, sin duda una de las notas más características del cine del director. Sin embargo la extravagancia y el histrionismo rayano lo absurdo con el que se trata a Jordan Belfort, nos aleja del personaje de El lobo de Wall Street, convirtiéndolo en un chiste, una suerte de clown moderno con una dosis elevada de infantilismo e inmadurez. Las drogas, las malas compañías o la prostitución resultan impactantes y relevantes cuando se usan para explicar y definir al personaje, no como simple comparsa al servicio del mero disfrute y provocación. El problema de este filme es que se juega todas sus cartas a una única figura, con lo que tres horas de metraje resultan exageradas, en las que las situaciones se repiten insistentemente sin aportar nada nuevo. Fiestas, desmadres, excentricidades, discursos motivadores y excesos, todo se repite una y otra vez, con una exageración progresiva que acaba cansando, a pesar de que las dos primeras horas resulten de un ritmo realmente trepidante. DiCaprio se mueve en su zona de comfort y se nota, puede dar rienda suelta a la excentricidad y sobreactuación de la que siempre ha dado buena muestra.

David O. Russell, como ya hemos comentado, toma como referencia, entre otros, al propio Scorsese (ofreciendo un guiño continuista con la aparición de Rober de Niro encarnando a un personaje similar al James Conway de Uno de los nuestros), confecciona también una historia de estafas que se dan cabida en un guión en el que se invoca a El Golpe y a las películas clásicas de género de timadores, pero en la que todo se hace de repente demasiado lioso, a la vez que previsible. Los actores toman las riendas del filme (algo de lo que suele pecar el cine de O. Russell) en beneficio personal, para lucimiento propio, desvirtuando y complicando innecesariamente el guión y convirtiendo la película en un mero decorado. Un ejemplo claro es Jennifer Lawrence, niña mimada del director y de Hollywood en general, cuyo papel aporta frescor cuando la película más lo demanda, pero que su abusiva presencia y su necesidad de copar protagonismo constante acaba resultando cansina y desviatoria de la hitoria principal, creando un clima de confusión y fuera de tono. No obstante, la construcción de personajes en La gran estafa americana es más compleja que en la película de Scorsese, al estilo de las espléndidas canciones de su acertada banda sonora, dando como resultado una película con un punto más crítico y comprometido.

La realidad vista desde la óptica de la comedia

Curiosamente ambos directores han optado por relatar este drama internacional revestido de comedia, si bien en este caso el alumno se muestra más inspirado que su maestro, ya que los toques de humor de La gran estafa americana resultan más complejos e irónicos con diálogos más elaborados y profundos. El humor de El lobo de Wall Street se basa en la repetición de gags, el uso de frases ingeniosas que acaban resultando repetitivas y la filmación de situaciones forzadas, tanto a nivel de excesos como moviéndose en el terreno de lo absurdo. Scorsese ridiculiza en extremo a los personajes de su película intentando enfatizar una crítica inexistente o muy difusa hacia el mundo de los brokers y su ambición desmesurada, sin embargo el resultado no acaba de resultar convincente, como sí lo hizo en su día, por poner un ejemplo maestro, Stanley Kubrick con su ingeniosa y atrevida ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964), realizando una desgarradora a la vez que divertida crítica antibelicista, que se podía extrapolar de manera universal al ser humano como individuo y como grupo.

Por contra, el humor con tintes negros, poniendo en evidencia los arquetipos del cine de género de la estafa y revelando la impostura, tanto del propio filme como de la vida en general, de La gran estafa americana resulta gratamente acertado. La película en ningún momento pretende realizar testimonio de un hecho con ecos de realidad, y lo deja claro desde la primera escena, en la que un desgalichado Christian Bale (con sobrepeso incluído) se coloca un peluquín, preámbulo de un guión cargado de falsas apariencias, embustes y disfraces.




El revuelo que están generando ambas películas no parece acorde con la relevancia cinematográfica y social de éstas. Se trata de dos aceptables y entretenidas películas pero que no han sabido profundizar en el escabroso tema en el que se adentran (como le pasaba a 12 años de esclavitud) no obstante, eso sí, resultan altamente golosas para la Academia y, por lo tanto, fácilmente oscarizables. Ni Scorsese ha sabido retomar sus clásicos de los 90 ni el adorado por la academia David O. Rusell parece corroborar las buenas sensaciones de su filme The Fighter (2010), tiradas por la borda en la fallida El lado bueno de las cosas (2012), una obra simplona con pretensiones de gran película (mimbres tenía de sobra para ello).

Tras su visionado, queda la sensación de que, en cierta medida, los estafados hemos sido nosotros, los espectadores, eso sí, algo parece sacarse en claro: no todo vale en la ansiada búsqueda del sueño americano.

Daniel Reigosa