jueves, 31 de julio de 2014

Un toque de violencia (Tian zhu ding, Jia Zhang ke, 2013)


Diseccionando el pecado 

by Daniel Reigosa





Bastaría con la primera secuencia de Un toque de violencia (Tian zhu ding, 2013), antes de los títulos de crédito, para hacer un resumen conciso de lo que pretende transmitir el director Jia Zhang ke con esta película rodada en cuatro partes bien diferenciadas. Una China desolada, cuatro cadáveres en menos de 5 minutos y un intenso color rojo que baña la imagen (debido a miles de tomates esparcidos por el suelo), previenen al espectador del tono que, irremediablemente, va a ir adquiriendo el filme. Ya en esa primera escena Jia pone todas las cartas sobre la mesa, sin trucos, sin sorpresas, sin giros bruscos de guión, no se trata de mantener en vilo al espectador sino de diseccionar su condición.

Esta primera escena funciona como una anticipada y desesperanzada moraleja, pero también como un singular e inopinado efecto mariposa, potenciado visualmente con el hecho de la mordedura de la manzana del pecado (en este caso concreto un tomate), que desencadenará una serie de actos de consecuencias fatalistas, conectados de manera extremadamente sutil, como queriendo dar continuidad a la propuesta pero, a la vez, dejando clara su independencia. 

A Touch os Sin es el título internacional escogido para la película, en un claro homenaje a A Touch of Zen (Xia Nü - Hsia nu, 1969) del maestro King Hu, pero también es un dardo irónico sobre el contenido del largometraje. El título en español se queda en el análisis más plausible, el de la violencia, pero lo que el director realiza aquí es un minucioso ensayo sobre la maldad inherente al ser humano a través de cuatro historias diferentes pero, a la vez, complementarias. En cada historia analiza un tipo de violencia, pero siempre como respuesta a una sociedad corrompida, a unos vicios aceptados por la sociedad (china en este caso pero que se puede extrapolar a una lectura mucho más global). Cada personaje principal de las cuatro historias reacciona de manera violenta ante su entorno, pero antes Jia lo ha llevado al límite, aunque no lo usa como excusa sino como argumento pesimista de lo inevitable: la violencia parece ser la única vía posible.

En la primera historia el motivo es la venganza pero el motor es la corrupción política, el enriquecimiento de los poderosos a costa de los más débiles, la especulación y el soborno. El segundo personaje parece actuar por simple placer, pero a medida que transcurre el relato observamos una sociedad que ha avanzado sigilosa hacia la pérdida de valores, dejando atrás a sus ciudadanos, perdidos ante el distanciamiento de las tradiciones familiares, otrora núcleo vital y razón de ser del ser humano. Es en esta segunda historia donde el mal que habita en cada ser humano se hace más notorio, más temible. La tercera historia, que guarda una extraño parecido con el género wuxia, nos muestra una respuesta violenta en defensa personal, por salvaguardar el honor, ante una sociedad que muestra sus vicios más oscuros a través del dominio sexual, el machismo o la opresión. Por último, la cuarta historia, crítica con el pasotismo de la juventud, alienada en su pequeño mundo (tan pequeño que cabe dentro de un teléfono móvil), nos muestra una reacción violenta como vía de escape, una afirmación de que todo lo que nos rodea nos sobrepasa y no podemos hacer nada para evitarlo. 

La suma de las cuatro partes nos da como resultado un retrato demoledor, no sólo por pertenecer a una sociedad extremadamente viciada de la que no hay vuelta atrás, sino porque nos damos cuenta que cualquiera dentro de su normalidad puede llegar a reaccionar y sentirse identificado con las historias representadas, sólo es necesario traspasar la línea (para unos más alejada que para otros) que nos separa de una reacción primitiva y animal. 

El bisturí de Jia pasa rápidamente de la disección de la China actual -influenciada en extremo por el capitalismo severo, en la que el crecimiento económico se contrapone a la pérdida de valores a pasos agigantados-, a intentar mostrar las consecuencias de esta sociedad en el individuo, en forma de respuestas extremadamente crueles. El director, que hasta la fecha se había mostrado crítico en sus películas, pero más contenido, parece empuñar el arma en primera persona para realizar un discurso agresivo, pero totalmente alejado del adoctrinamiento, algo que realmente es de agradecer. El hecho de que la película aún no tenga fecha de estreno en China nos hace ver que el director ha dado en el clavo.

El uso de la música totalmente diegética y de una fotografía de tonos grises y con escaso contraste, materializada en paisajes desolados o repletos de gente sin alma, acentúa el caracter fatalista del filme. Cadáveres, escombros o seres vivos son tratados con la misma luz, con el mismo tono, como si un áura de negatividad se impregnase de cada imagen, de cada acto. 

Resulta curioso también el uso de la autoridad en Un toque de violencia, ya que aparece de forma esporádica pero nunca de manera relevante. Aquí la relación causa-consecuencia se desvía hacia otro punto, es decir, la violencia (consecuencia) nace como respuesta a una sociedad viciada (causa). Entendemos que sí existen consecuencias a los actos violentos en sí (en este caso la consecuencia sería el castigo), pero no se nos muestra, ya que lo importante es descubrir su origen. Mostrar el castigo no hubiese hecho más que confundir y manchar el mensaje, ya que se podría ver como una solución, aunque ante el problema equivocado, con lo que Jia ataca directamente a la raíz. 

En la genial escena final, tras el pesimismo mostrado, el director nos pasa el testigo: somo jueces pero a la vez somos evaluados por nuestros actos. No existe posibilidad de redención, el mal habita en cualquier parte y somos susceptibles de toparnos de bruces con él, sólo hace falta endurecer las condiciones y encontrar nuestro límite. Una vez ahí, traspasarlo es una cuestión inevitable.

domingo, 20 de julio de 2014

Portishead, Madrid 18 julio

Una experiencia audiovisual superlativa

by Daniel Reigosa


El pasado viernes 18 de julio se celebró en el Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid, ante más de 12.000 almas, el primer concierto de la banda de Bristol, Portishead, compuesta por Beth Gibbons (voz), Adrian Utley (guitarra, bajo, teclados, arreglos) y Geoff Barrow (bateria, teclados, arreglos), tras más de 20 años de carrera -recordemos que en 1994 publicaron uno de los discos más influyentes de los años 90, el celebrado Dummy-. Con sólo tres discos en su haber (más el directo Roseland in New York (1998), grabado con la orquesta filarmónica de Nueva York), Portishead ocupa un lugar destacado en la historia reciente de la música, resultando clave en la evolución del trip-hop, aunque en su último disco (Third, 2008) juguetean con el darkwave, el shoegaze o el post-rock, con una mayor presencia electrónica en sus bases.

Y os preguntaréis qué hago hablando de un concierto de Portishead en un blog de cine, pues la respuesta es sencilla: la experiencia vivida se acerca mucho más al concepto audiovisual que a la mera sensación sonora. De igual manera que las emociones en el cine son potenciadas por la presencia del sonido, en forma de banda sonora, en el concierto de Beth Gibbons y compañía el componente visual jugó un papel determinante. Son muchos los grupos que han decidido casar música con imágenes en los últimos tiempos, destacando por ejemplo Sigur Rôs que, tanto en directo como fuera de él -ejemplo de ésto último es el fabuloso documental Heima (2008)-, elevan el concepto audiovisual a una experiencia única; o Arcade Fire que ha dedicado mucha importancia a la creación de videos musicales que se asemejan a cortos fílmicos.

Portishead salió a escena prácticamente a la hora indicada, las 21:30, delante de una megapantalla en la que se proyectaba el logo de la banda. Tras los primeros acordes de Silence, que abre también su tercer disco, la imágenes de la pantalla empezaban a bosquejar un atrevido y experimental videoclip en directo: imágenes distorsionadas de los músicos y sus aparatos armonizaban con los ritmos de la batería, los sintetizadores y los beats electrónicos que, a medida que sucedían los temas, se mezclaban con imágenes pregrabadas, creando una experiencia visual y sonora extremadamente potente y compleja. Cada canción era una escena, y todas las escenas juntas formaban una suerte de extraño largometraje, en el que la voz de Beth Gibbons se convertía en la actriz principal.

La voz de Beth (permítide que le llame por su nombre de pila) tiene algo especial, una capacidad inusitada de abrir heridas, de mostrar dolor, a través de su timbre y sus letras pero, por otra parte, también resulta cariñosa y aterciopelada, cicatrizando cualquier sentimiento lacerante que haya podido aflorar. La experiencia, junto con los potentes graves (que a partir de la segunda canción sonaron demoledores), resultaba extremadamente intensa, una catársis emocional...cada latido, cada lloro, cada golpe de bajo, entraba en el cuerpo de cada uno de los que estábamos presentes, insertando la duda de si realmente queríamos dejarlo salir. Cada pausa era un respiro, pero también generaba la inercia necesaria para pedir más, y es que Portishead duele, pero también engancha y enamora. 

No se bajó el nivel en todo el concierto, pero dos momentos robaron protagonismo al resto de la obra: uno a nivel sentimental cuando Beth ejecutó con la maestría de hace 20 años la eterna Glory Box -probablemente su canción más emblemática-; y otro más emocional, con Machine Gun del tercer y, hasta la fecha, último disco. En esta última canción es en la que el componente visual brillo con más fuerza, tornándose en el actor principal por unos instantes. La canción terminó con un bombardeo de imágenes de la casta política, recientes conflictos internacionales e injusticias sociales (que se tornaban más poderosas debido al delicado momento actual), al compás de un ritmo electrónico machacón de gran poderío sonoro. El mensaje era tan demoledor que era imposible mirar hacia otro lado cuando, de repende, todo el palacio se llenó de oscuridad y un intenso sonido grave (con una melodia al más puro estilo Pink Floyd) recorrió la sala vibrando en cada uno de nosotros, mientras un gigantesco amanecer asomaba lentamente por la pantalla (aunque tengo la sensación de que era un atardecer, pero emitido a la inversa, lo que daría más fuerza a su mensaje). Hay esperanza detrás de todo este caos sociopolítico en el que vivimos, parecían querer afirmar los componentes de Portishead. He de confesar que este momento lo viví con especial intensidad, cuando me quise dar cuenta tenía los ojos llorosos, y puedo afirmar que no era el único.

Al cabo de hora y veinte, Beth se despedia con un tímido "muchas gracias", las únicas palabras dirigidas hacia el público hasta entonces, una vez más el concepto fílmico presente. Una obra pensada sin interrupciones, sin que hubiese lugar para charlas innecesarias, para momentos que rompiesen el climax generado en la sala. Se trataba de un espectáculo, mejor dicho una sensación, extremadamente calculada, dirigida de antemano. Aún así, al público aún le quedaba un último aliento y los componentes de Portishead volvieron a escena para abrirnos una última herida, que recibimos gustosos, con la profunda Roads y su lamento:

- "How can it feel, this wrong,
From this moment,
How can it feel, this wrong"
 

No cabía nada más, nos habían vaciado emocionalmente... corto pero intenso, maximizando el dicho de que las mejores esencias se guardan en frascos pequeños... pero menudo frasco!! Volved cuando queráis, pero dejadnos un tiempo para recuperarnos del shock.


Nota: las fotos del concierto se han sacado de la web www.muzikalia.com