S.O.S. en
código morsa
by Daniel Reigosa
Kevin Smith irrumpió
a medidos de los 90 con su cine irreverente y nihilista en el panorama
cinematográfico internacional gracias a la denominada “Trilogía de New Jersey”, compuesta por las películas: Clerks
(ídem, 1994), Mallrats (ídem, 1995) y Persiguiendo a Amy (Chasing Amy,
1997). Sus largometrajes suponían una oda al absurdo y la frugalidad de la vida
con multitud de referencias cinéfilas y guiños a la subcultura nerd. Diálogos banales a la par que
elocuentes y buenas dosis de humor inteligente encumbraron a Kevin Smith como
un valioso activo del entonces emergente cine independiente americano. Pero,
tras la inspirada Dogma (ídem, 1999),
no son pocas las ocasiones en que su calidad se ha puesto en entredicho.
En Tusk, Kevin Smith pretende continuar la
senda iniciada con la seminal Red State (ídem, 2011), cuando
decidió dar un golpe de timón a su cine orientándolo hacia un terreno en el que
abundan la crítica social, una reflexión sobre el ser humano y dosis de su
personalísimo humor en un marco que correspondería tradicionalmente al género
del thriller. En Tusk, que supone el
primer relato de un tríptico (“Trílogía del Verdadero Norte” basado en la
mitología canadiense, y que continuará con Yoga
Hossers), la acción se inicia con la visita a Canadá de Wallace Bryton (Justin Long) un conocido podcaster (actualizando así su discurso
desde la cultura del VHS a la de internet) para entrevistarse con The Kill Bill Kid, protagonista de la sensación
viral del momento. Tras no conseguir su preciada entrevista decide no dar por
perdido el viaje y acaba en la mansión de Howard Howe (Michael Parks), un misántropo ex-marinero que presenta una
extravagante monomanía por las morsas.
La película
plantea diversos dilemas morales y parece deambular por la delgada línea que
separa las acciones que podrían justificarse mediante una suerte de karma, de la
paranoia propia de un demente. En el interior de Tusk hay un conjunto de
geniales ideas y una buena película de terror, pero ésta sólo aguanta lo que
dura el segundo acto. El empeño de Kevin Smith por alargar el filme se hace
evidente en los innecesarios flashbacks
de Howe y en el intrascendente personaje de Guy Lapointe (un pintoresco
detective protagonizado por Johnny Depp)
que copa inmerecida atención en el tramo final de la película.
El problema
de Tusk es que parece querer abarcar un relato archinarrado -como demuestran
los casos recientes de, especialmente, The Human Centípede (ídem, Tom Six,
2009) o, de un modo más distante, La piel que habito (Pedro Almodóvar,
2011)-, desde un punto de vista único y con ciertas pretensiones
pseudointelectuales, pero la osadía se queda en un filme absolutamente vacío, una
broma de mal gusto (por mucho que intente solucionarlo tras los créditos finales) de un director que reclama una atención perdida.
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